Un emparedado de blues

Por Hermann Bellinghausen

—La noche ideal. Tibia, acariciada por una brisa poco esmoguienta a pesar de la Calzada y su tráfago atropellado de transportes público y particular. Y la de peatones, la de peatones, mi buen, a estas horas todavía. Don Aldo Tacos funciona hasta tarde y pasa a llamarse La Cueva, al menos para los clientes que de noche atiborran el local. El nombre subterráneo no le queda nada mal. Describir como amniótica su atmósfera equivaldría a ponerle mucha crema a tus tacos, pero es acogedora cuando la tarima al fondo se calienta de rocanrol en vivo y la birria se la discute con las cubas de Bacardí y Presidente, aunque si te pones fifí pides whisky, total es quincena. Aquí no ha llegado la moda del mezcal, que ni hay. Esta noche, típica, la mayoría de la animada concurrencia es acreedora a su pensión de persona mayor y le hacen descuento en las farmacias. Eso no quita que traigan pila para batir el suelo con los roncaroles y twists que se disparan en la barra nocturna de La Cueva.

A lo largo del año, de jueves a sábados desfilan grupos semiprofesionales o aficionados, unos con número bien puesto, o entre cuates, otros en plan palomazo. Lo regular son veladas con viejitas en español que todos se saben, Rebeldes del Rock, Los Locos del Ritmo, Teen Tops, los Hermanos Carrión, pero nadie le hace el feo al blues y alguna vez plasmó aquí su lira Javier Bátiz para los que extrañan a sus Finks, que los hay. Ciertos viernes se montan Elvis o Beatles, y en venturosas ocasiones, rendiciones al blues clásico y el rock de cuando eran chavos los Animals y los Stones.

(Que asome el sociólogo y nos enfade con sus precisiones de una vez: aquí la estirpe más probable es proletaria, y el que labora en alguna universidad capitalina pertenece al personal administrativo. Mecánicos, peinadoras, burócratas, choferes de ruta. O jubilados. Alguno tiene su local en la Central de Abastos y es rico. Nadie espere Adonises ni Venuses, sino ñores y ñoras soltándose del cuerpo, talla grande pero con el mismo entusiasmo de los tiempos esbeltos. Tantán.)

Se respira expectación. La tocada será especial. La banda anunciada ni nombre tiene, la componen veteranos de gran calidad y cierto prestigio pasado. Nuestros viejos lobos de mar, se emociona Arcadio. Ruth, su vieja de años y el amor de su vida, lo corrige en fa: Más bien parecen cerros sin asfaltar, y confunde a todos, no explica qué quiso decir. Los acompañan su hijo Rubén y su nuera Beatriz, quienes dejaron encargados a los niños con la otra abuela para conocer el antro favorito de papá y mamá. Esta noche toca tío Peto, que tío no es pero Rubén así lo conoce desde niño.

Peto pulsa en el bajo los primeros acordes, hondos, sucios. Un ruco greñudo sopla la armónica como si supiera, guau. De un tirón matan las luces del local, encienden las del tablado. Exclamaciones, onomatopeyas, la premonición hace a todos perspirar. Antes que la gente esté lista con torta, trago y silla, ¡bam!, de un ramalazo la batería desata una cascada unánime de sax, trompeta, requinto y teclado compacto. Se suma un negro con violín que no mencionaba el programa. Cuando ya se cimbraron las mesas y en los muros tiemblan las fotos enmarcadas y autografiadas de visitantes distinguidos y bandas favoritas de la antigüedad, se quiebra el sonido en un diminuendo rítmico. Callan los alientos, no la armónica, que llora.

Irrumpe la voz ronca, potente, todavía fantástica de Luciana: I put a spell on you, because you’re mine, diabólica como Screamin’ Jay, ranchona como Creedence, cachonda como ella sola. Luciana agarra el poste del micrófono y se lo baila a la Janis. Sin pena ninguna porta la mini que más delata su celulitis ancestral. Canta una versión reformada de la posesiva rola: Tú sabes que no soporto que andes rodando por ahí, debías saberlo mejor papito, no soporto que me hagas menos. Te hechicé cabrón, eres mío y sólo mío. Al aplauso furibundo de las damas en la audiencia sucede enseguidita la explosión de los instrumentos que callaban. Se animan a bailar entre las mesas los primeros. Sin interrupción suenan Let’s Go Out Tonight y la canción más ósea del repertorio: Shakin’ All Over.

Al regreso, Rubén concede: Papá, mamá, qué ambientazo. Complacido, Arcadio aprieta la mano izquierda de Ruth en el asiento de copiloto y ella suspira: Sí, bailamos bastante.

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