Por Jaime García Chávez
Los gobiernos de Chihuahua de los últimos lustros han sido –son– falsos, ridículos. La reiteración de este fenómeno me lleva a pensar que estamos afectados por una fuerza del destino. Desestimo esto último, pues mi optimismo y el deseo de que esto cambie ha de llegar, aunque no me sea dado verlo.
Si pensamos en el escenario a un Patricio Martínez, o a un César Duarte, por el lado del PRI; a un Javier Corral, o a una María Eugenia Campos, por el lado del PAN, y recapitulamos sus desempeños, no nos quedará duda de esta caracterización, que nos muestra gente baja, ruin, de malos procederes que nos conduce, indefectiblemente a hablar de los canallas prohijados, propios de una clase política decadente y parasitaria, que sólo se sostiene al altísimo costo de mantener un status quo en connivencia con una oligarquía de larga data, que ha lastrado el desarrollo progresivo que Chihuahua se merece.
En el centro de esto se encuentran, como cemento aglutinador, los proyectos de poder divorciados del sentir e interés de la sociedad, lamentablemente por una ciudadanía adormecida o que se toma la liberalidad de actuar de tarde en tarde. Esto, desde luego, es una desgracia.
Chihuahua se encuentra en una severa crisis de violencia que va en aumento día con día, y para la cual la simulación y la incuria gubernamentales son las conductas que observan los gobernantes irresponsables. No hay punto de la geografía estatal que no reporte hoy hechos de gran impacto en materia de acciones delincuenciales.
Hay una realidad: estamos en medio de una guerra y una niebla nos impide reconocerla como tal. Pareciera que no nos afecta porque vivimos dentro del confort cosmético que nos venden, cuando no sea más perversa la circunstancia de observar esto a través de los cristales de un darwinismo siniestro, que se significa en la idea de que son los delincuentes los que se están matando entre sí, y que supuestamente no afecta a nadie más.
En medio de esta circunstancia, la gobernadora de Chihuahua, María Eugenia Campos Galván, ante los empresarios que la dan de alta como su socia, dice que un activo de la región es su seguridad, cuando en realidad chorrea sangre por todos lados.
Ahí están los cientos de ejecuciones, las masacres, la extorsión creciente y pertinaz, el hervidero de los penales que estallan en motines, las vejaciones criminales a los peregrinos extranjeros, y el incendio que calcinó los sueños de 40 seres humanos en una estación migratoria. Y se suma el feminicidio, que no ha dejado de ser un mal endémico, el robo hormiga, y esas cifras ausentes de las estadísticas reales de quienes se resignan a ya no acudir ante las autoridades, porque lo ven francamente inútil. Tan grave es la circunstancia, que a veces se prefiere contratar la justicia de sicarios que contratar abogados y entablar demandas y denuncias ante los tribunales. Incluso, hace unos días, se pasaron al archivo muerto miles de denuncias porque el estado no las atendió, sin mayor explicación.
Frente a todo ello, está la terca realidad que se resume breve en una cuantas palabras: mucho discurso, palabrería, fraseología y una espiral de violencia y desolación que se eleva y se extiende por todas partes. Sin guerra declarada, a la discípula de Felipe Calderón que gobierna el estado de Chihuahua, la rebasan las estadísticas de violencia, y es cuando dan ganas de recuperar el grito de protesta de esa etapa del país: “No más sangre”.
Para que un caso llame la atención, las víctimas han de tener pedigrí, ya que para el resto sólo existe la recomendación de que se apiade Dios y se guarden en sus casas, porque policía, fiscalía y gobiernos, están ausentes. Y no hablo de que estén dormidos. No. Están ocupados en cómo hacer negocios y acrecentar y conservar el propio poder.
María Eugenia Campos Galván va a Toluca a anunciar sus habilidades pugilísticas y su pericia para romper hocicos morenistas, pero no es capaz de contener la violencia en Chihuahua, Juárez y su valle, Madera, Nuevo Casas Grandes, Urique, Jiménez, Coronado o Guachochi, entre otros municipios. Ella lleva una vida disipada y color de rosa. Seguramente piensa que está en el mejor de los mundos y se dedica a viajar a paraísos de ensueño.
El secretario de Seguridad Pública, Gilberto Loya, es un simple guardaespaldas de la gobernadora en los ceremoniales públicos. Su responsabilidad está abandonada y negligida. Ahí hay un hueco que pagamos todos.
Este secretario, sin experiencia y sin mirar más allá de sus narices, tiene en la lengua la promesa de la Torre Centinela, que se levanta en Ciudad Juárez. Sabe que le dejará dinero sucio, pero sobre todo sabe que se terminará el sexenio, si todo va bien, para la obra insignia, coincidiendo con el momento en el que se marchará a vivir a una casa amurallada y que del dolor evitable se encarguen los que vengan después. La Torre Centinela es una ilusión, un negocio y un engaño.
Hay un régimen competencial que surte de responsabilidades al gobierno federal que frecuentemente es culpado por la autoridad local por sus omisiones. Argumento que sólo sirve para pretender sacudirse los reproches bien ganados por la propia incuria de la gobernadora Campos Galván.
Las víctimas no remedian nada escuchando esta frase: “este asunto es federal”, porque en realidad, el que la sufre es el que está aquí. Convengo que los canallas están en todas las esferas de poder, y que la Guardia Nacional es un fracaso más, como antes lo fue la famosa AFI o la Gendarmería peñanietista. Cabe la pregunta: ¿Acaso todo esto no nos habla de ruindad y canallada? Hoy, para finalizar, la única tarea que tiene y atiende esta perrería política, es mantenerse en el poder. Ni más, ni menos.
De alguna manera son producto del fenómeno comentado al principio, y medran con él. La moraleja es que todos son iguales, precisamente como en esta opereta que nos lacera, en medio de una guerra que nos aturde, con medios comprados para adocenar al ciudadano de a pie.
Estamos frente a un gobierno fallido o fracasado, que no tenemos porqué aguantar durante todo el sexenio en la persona de María Eugenia Campos. La respuesta es el poder ciudadano.