Cuento: “Alma que lleva el diablo”

Por Jesús Chávez Marín.

Siempre que regresaba de la universidad, Alicia se bajaba del camión y caminaba por su barrio, donde no había alumbrado público ni pavimento. La noche de un viernes le sucedió lo más terrible de su vida: Un hombre que la había estado siguiendo en días recientes la sujetó con una soga que traía, la amordazó con un trapo y la llevó a una orilla de la colonia, ya en despoblado, bajo dos grandes árboles.

Aunque la había inmovilizado con fuerza, la muchacha se defendió como pudo, pero entonces el sujeto la golpeó tanto que la dejó inconsciente, en parte por el dolor y en parte por el miedo; el hombre aprovechó este hecho para desamarrarla, le arrancó la ropa y la violó. La dejó allí tirada, pensando que la había matado, y huyó.

Cuando Alicia sintió que él ya se había ido, empezó a sollozar muy fuerte, sentía que todo el cuerpo le dolía por dentro y por fuera. Muy despacio se levantó y empezó a vestirse con sus prendas rotas lo mejor que pudo, ella misma se sentía rota y así empezó a caminar hacia su casa, procurando no hacer ningún ruido, pues no sabía si aquel hombre podría seguirla.

Cuando sus padres la vieron llegar en ese estado, la madre corrió a abrazarla, las dos lloraron con desesperación y luego poco a poco se fueron serenando. La señora entendió de golpe lo que había sucedido y no hizo ninguna pregunta. En cambio, el padre la urgió a que dijera quién había sido. La muchacha tardó mucho rato en contestarle, a pesar de que él la apremiaba; le decía que entre más pronto buscaran al hombre o a los hombres que la atacaron, sería más probable que los hallaran. Cuando ya estaba un poco más calmada, la hija pudo hablar, con voz entrecortada:

—Fue un hombre que me parece haber visto alguna vez por aquí, creo que vive allá por el barrio de los panteones.

El padre salió como alma que lleva el diablo, fue a buscar a un amigo suyo, a quien conocía desde niño, de la misma palomilla del barrio donde vivió de joven; trabajaba de policía. Tocó en suerte que esa noche el amigo andaba de turno, era sargento y manejaba una patrulla de la comandancia.

De allá se lo comunicaron a la unidad: le contó lo que había pasado y la escueta información que le dio su hija. A pesar de que la ira lo cegaba, supo controlarse para referir los hechos. El agente le indicó: antes que nada, que tu hija presente de inmediato la denuncia en investigaciones previas. Tienes que insistirle, porque muchas no quieren ir, les da vergüenza, pero es muy importante que lo haga. Llévala cuanto antes. Le prometió que entraría en acción de inmediato:

—Tú sabes que tu hijita es como de mí familia, la considero más que una sobrina, pues eres como mi hermano, y a tu señora la estimo también, ustedes son mi gente —le dijo para consolarlo del tremendo dolor de padre en carne viva.

El sargento movilizó a su gente y les pidió ayuda a otros compañeros; todo resultó tan rápido y bien tramado que a la hora y media ya tenían al culpable, quién confesó, lleno de miedo por las torturas que imaginaba pudieran llegar. Por otro lado, estaba muy consciente de que fácil saldría de prisión; ya le había sucedido dos veces cuando lo agarraron por delitos parecidos.

El oficial fue hasta la casa de su amigo para avisarle que el asunto estaba resuelto. Pero aquel no quedó nada conforme, lo llamó aparte para pedirle algo que era casi imposible de cumplir.

—Aunque ya lo agarraron, yo no estoy en paz. Cualquier abogado lo va a sacar en unas cuantas semanas, a pesar de que ya le desgració la vida a mi hija. Necesito que me consigas que pueda yo entrar media hora a su celda, para que pague lo que nos hizo —el amigo le escuchaba estas crispadas palabras, dichas con una extraña serenidad—. Dame nomás media hora.

Le respondió:

—Eso no se va a poder, mi hermano. Te puedes meter en una bronca muy cabrona. Por lo pronto, el tipo ya está a la sombra. Tu hija ya puso la denuncia, todo va bien para que se haga justicia. Por el tipo de delito, muy pronto lo van a pasar a la penitenciaría; eso ya depende de la judicial, allí no tenemos jurisdicción.

—No va nada bien. Ese degenerado tiene que pagar, no me voy a quedar tranquilo hasta que le ponga una chinga.

—Te repito que en eso no te puedo ayudar. Aunque pudiera, no lo haría, el único perjudicado serías tú. Ahorita andas muy alterado para pensar con claridad; cuando se te pase un poco el coraje te vas a dar cuenta de que eso no remedia nada.

Se despidieron casi al amanecer, uno se fue a su casa y el otro a entregar su turno, pues ya casi era la hora.

Pero aquel hombre era muy necio. Días después, a pesar de los consejos de su amigo, siguió con la idea fija de golpear al violador. Sabía que otro de sus compañeros de la infancia trabajaba como celador en la penitenciaría, así que lo buscó para pedirle lo mismo, que lo dejara entrar un momento a la celda del detenido, y esta vez consiguió su propósito, pues el celador también estaba indignado por lo que pasó.

—Pero no será media hora, con 15 minutos tienes; no podrás llevar ningún tipo de arma, ni se te ocurra esconder algún picahielos o navaja, porque te revisarán mucho —le advirtió como si le estuviera dando instrucciones militares.

—No te apures, no llevaré nada, pero tampoco quiero que se den cuenta los otros presos y lo defiendan a gritos —respondió el hombre, ya entrando en detalles.

—Eso no sucederá, vas a llegar cuando los demás estén en patio, a esa hora él no saldrá, permanecerá aislado en la celda.

Quedaron de acuerdo, le dio una fecha y una hora en la que podría entrar.

Cuando llegó el día, el hombre se presentó a la penitenciaría con un oficio de autorización para la visita, luego pasó a un cuarto donde revisaron que no introdujera objetos prohibidos; luego de pasar tres puertas de hierro, resguardadas cada una de ellas por dos oficiales, fue conducido a un pasillo largo, a cada lado había una serie de celdas vacías y al final un prisionero que estaba sentado en una especie de barda de cemento, que hacía las veces de cama. Cuando llegaron, este preguntó:

—Oiga, señor, ¿por qué a mí no me dejaron salir a patio, si todos ya se fueron.

No recibió respuesta, el oficial abrió la celda y el hombre agraviado entró, para sorpresa del preso.

El reo se había levantado cuando escuchó que se abría la reja y que inmediatamente se cerraba. Aunque se puso a la defensiva, no esperaba la patada brutal que el otro, sin decir ni media palabra, le propinó en los testículos. Cayó gritando de dolor y recibió otra patada a la altura de la oreja.

Cualquier otro se hubiera desmayado, pero el instinto de conservación es impredecible; además se trataba de un sujeto acostumbrado a la violencia. Aullando se levantó y en forma increíble logró propinarle al otro un puñetazo tan fuerte que lo derribó. El intercambio de golpes fue parejo; el violador tenía mañas para pelear, y aunque el otro era más fuerte, y a pesar de que había atacado primero, la pelea se volvió pareja y despiadada, en medio de un extraño silencio donde solo se oían los golpes.

Cuando el celador regresó, el pleito seguía, a pesar de que los dos estaban casi desfallecidos y tirados en el piso. Los tuvieron que llevar al hospital de la prisión. A los oficiales que habían facilitado la visita les fue difícil justificar la presencia de un extraño, y mucho más darle salida para que sus familiares se lo llevaran.

Tardó cinco días hospitalizado, tenía dos costillas rotas, un ojo muy golpeado y moretones por todas partes. Seguramente al otro le fue peor, porque este lo atacó a traición y solo de milagro puro reaccionar y defenderse.

La hija tardó un tiempo en recuperar la entereza, sin embargo, a la semana había regresado a sus clases de la universidad, pues era fuerte y estaba decidida a seguir adelante. El desplante de su papá le había parecido grotesco, como si la venganza de machín no tuviera nada que ver con ella.

Para nada le importaba lo que hubiera sucedido con el tipo que la violó, si se pudrió en la cárcel o si salió en unas cuantas semanas le daba enteramente igual. La profunda invasión que había sufrido su cuerpo, nadie la podría entender, y sabía que para ella sería como una cicatriz.

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