H. Bellinghausen: Tíos, tías y Buda

Por Hermann Bellinghausen

El día que mataron a Kennedy

Yo tenía 10 años y recuerdo el momento exacto en que cayó la noticia. El mundo comenzaba a ser simultáneo. Me encontraba con mi madre y un tío que prefiero olvidar en un taller eléctrico en la glorieta de Newton. Entonces Polanco comenzaba su decadencia, Presidente Mazaryk no era el actual bulevar de boutiques, relojerías y restoranes de lujo, sino una avenida de talleres, casonas descuidadas y camellones secos, salvo en el centro de esa colonia. Mi mamá tenía problemas con la batería del Opel y en cambiarla estábamos cuando la radio interrumpió sus rancheras para informar que en Dallas, Texas, el presidente Kennedy acababa de ser balaceado. La conmoción fue tal que el técnico se dispuso a bajar la cortina para nomás despacharnos y cerrar por el día. Un año antes el propio Kennedy había venido a ese vecindario, al parque del Reloj, para inaugurar una estatua.

Por entonces no había televisores por todos lados. Eran aparatos preciados, un lujo de sala-comedor. Corrimos a casa en la Irrigación para ver las imágenes del noticiero. Aunque ya habían fallecido mis dos abuelos, uno de ellos nuestro vecino, mi experiencia con la muerte era escasa. Para acabarla, a Kennedy lo abatieron a balazos. Sólo ocurría en las películas. Además, yo conocí a Kennedy, de lejos. Lo vi pasar en apoteosis frente al club Chapultepec. No existían los museos de Reforma, sólo el zoológico y el botánico. Mi papá nos llevó a verlo pasar junto con nuestro presidente y tío oficial Adolfo López Mateos en un Mercedez Benz descapotado.

México ya estaba suficientemente colonizado como para ponerse de cabeza por un magnicidio ajeno. No eran los tiempos de Cartucho, el cañón para Bachimba ni la persecución religiosa de Calles; era inusual que mataran gente a balazos. Y esta noticia, sin ser local fuera de mi imaginación, la sentía como si se hubieran quebrado a un tío lejano. Lo habíamos visto en persona. Sabíamos todo de sus hijitos, los pobres.

En la casa tuvimos tíos y tías a granel en primero, segundo y tercer grado, o con grado honorario. Era la primera vez que me mataban a uno. También fue mi primer entierro en vivo, aunque por televisión.

Tías políticas

Tuve la suerte de niño de tener hermosas tías políticas de las cuales pude tranquilamente enamorarme sin despertar sospechas. Había exotismo en ellas, ojos esmeralda en una pelirroja, pómulos eslavos y dulces párpados horizontales en otra, morenez afromestiza en otra más, una rubia ojiazul tipo Marilyn, y alguna con la inaccesible elegancia de una prisionera del tío tirano. Y en el colmo una, que nunca conocí, famosa actriz del cine internacional que por extraña coincidencia había sido mi primer amor de celuloide y con el tiempo resultaría tía política.

Corría en los ríos subterráneos del chisme familiar (y mi familia era extensa) una historia de tía y sobrino en la generación anterior que había terminado casi en tragedia y derivó en el destierro moral de la osada tía que sedujo al sobrino más guapo y serio, hijo de mi abuela. Él dejó México para siempre.

Mi experiencia fue más inocente y supongo que pasó más o menos desapercibida. Ellas poblaron mis primeras fantasías eróticas, incluso la que sólo conocí en las pantallas del cine Ariel.

Pienso en dos en especial. Llegaron a edad anciana, abuelas y bisabuelas que en el otoño tardío siguieron siendo razonablemente felices, y bellas más allá de los 80. Sólo de pensar en su dulzura doy las gracias.

Ida al Buda

Aunque llevábamos pocos días, estaba harto de Tokio y su monótono ritmo infernal. Entiéndanme, tenía 18 años, quería variedad y movimiento. Otro tipo de acción, no los millares de locales en penumbra con juegos, pinball y foquitos locos donde oficinistas camino a casa portafolio en mano y chamacos perdidos desperdiciaban sus yenes y su tiempo. Yo vivía en la Era de Acuario, entonces cristalina, y de pronto me vi atrapado en un futuro próximo, al colmo de multitudes con prisa, trenes elevados, órdenes al revés y enceguecedores neones incomprensibles.

Vamos a Kamakura, propuse. Era una población cercana, pequeña, y su Buda un sitio a visitar. En Tokio las decisiones y los trenes se tomaban rápido. Antes del mediodía mis amigos y yo ascendíamos al coloso, que en cuanto me tuvo a la vista sonrió desde su altura verdosa. El templo Kotoku-in apenas podía contenerlo. Buda lo desbordaba. Antes de darme cuenta llegué a sus manos. El gigante de pecho descubierto sentado en flor de loto no me quitaba los ojos de encima. Sus pulgares opuestos se electrizaban en santa paz.

¿Podía verme con los párpados cerrados? No, su bronce ensimismado los abrió sólo para mí unos instantes. Esos instantes. Un viejo peregrino descalzo, con jubón y túnica blanca, reflejaba en una vitrina su sorpresa reverente.

Cuando acordé estaba en Tokio, hipnotizado por el ventilador del cuarto de hotel. Ya no me llamaba de ninguna manera, de estar con alguien me hubieran vuelto a bautizar.

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