Por Jesús Chávez Marín
Esta mañana, al subir al camión, un cantante arruinaba el ambiente. Su canción era tediosa y amargada, sin más esperanza que unas monedas. Me impresionaba su indiferencia absoluta por el entorno; tocaba la guitarra sin ánimo, el ruidoso instrumento astillado en algunas partes, reseco, la pintura desvanecida por los años.
Cuando terminó de cantar se dirigió al pasaje para pedir como pago de su canto una ayuda, lo que sea su voluntad.
Fue entonces cuando lo reconocí; esa voz venía desde un pasado lejano, de cuando existía la felicidad. Era mi hijo, a quien desde que él era joven escuché por última vez cuando nos dijo a su madre y a mí: Me voy para siempre, esta familia no funciona, ustedes hace mucho debieron haberse separado y aquí siguen ofendiéndose de manera cada vez más sórdida. Ya me cansé de su vida tan envilecida, del odio que se tienen Por eso el que se va soy yo, ya lo tengo todo previsto. Nunca me busquen, no me hallarán y para nada quiero volverlos a ver. Adiós.
Y así fue por años hasta que llegó lo que parecía imposible: el olvido. Que el propio hijo se volviera opaco.
Y ahora veo a este humildísimo cantador que trata de juntar unos pesos, maltrecho, pero con aquella voz juvenil de cuando fue mi hijo, mi alma.