Por Ernesto Camou Healy
Ayer viernes 16 de diciembre dieron inicio, en el calendario mexicano, las posadas. Se trata de un novenario, es decir, nueve misas y festejos como preparación para la Navidad. Cuando éramos niños las posadas eran una celebración popular, religiosa, con ribetes de fiesta infantil. Las parroquias organizaban una cada tarde: Se asistía a una peregrinación en la que se llevaba a las figuras de José y María, y se marchaba en procesión por la sacristía, luego por el interior del templo; si se podía, se salía por una de las puertas para entrar por otra, en rememoración de los días que le tomó a la pareja viajar hasta Belén, para empadronarse como lo requirió el emperador César Augusto.
Este salir por una puerta y entrar por la siguiente, un poco a escurridillas, era una forma de esquivar la prohibición gubernamental de realizar actos de culto en público: Sólo se podían llevar a cabo en el interior de los templos. Por eso marchábamos por los pasillos de la iglesia y salíamos al exterior para entrar apresuradamente de nuevo, cantando con más ánimo que pericia aquello de “Eeen nombre del cieeelo…” de música harto complicada; y todo a las prisas, no fuera a ser que algún gobernante tomara en serio la anacrónica reglamentación.
De chamacos no nos atraían demasiado estas posadas porque había misa o un rosario con todo y letanías antes del evento más interesante: La piñata con golosinas, y las bolsitas de colación: Cacahuates, dulces y tejocotes que no volvíamos a probar hasta el diciembre siguiente, y que no extrañábamos demasiado…
Más atractivas eran las que se organizaban en las casas y barrios vecinos. Allá, por la Calle Mina, al Poniente del Cerro de la Campana, una familia numerosa y amiga, armaba unas posadas tradicionales y también divertidas. Recorríamos cantando toda la cuadra, solicitábamos albergue en varias casas y nos rechazaban con cierto comedimiento para, a su tiempo, arribar a la esquina donde los cantores del interior de súbito reconocían a los peregrinos y nos abrían la puerta regocijados. Se pasaba luego a los rezos, ya con la chamacada un poco impaciente, para seguir la festividad: Se colgaba la piñata y procedíamos a darle de porrazos con un palo de escoba adornado con listones coloridos. Terminábamos la tarde con ponche y tamales, y nos íbamos a casa provistos con los cucuruchos de la piñata colmados de cacahuates y colación…
Esta celebración tuvo su origen, dicen, a mediados del siglo 16 en el convento agustino de Acolman, al Norte de la capital mexicana, cuando los frailes instauraron una novena de misas previas a la Navidad en la que iban recordando el trayecto desde Nazareth a Belén, cuando aquellos peregrinos buscaban abrigo en algunos de los sitios que se mencionan en los Evangelios, y no recibían ayuda, a pesar de la gravidez de la viajera.
Los monjes las llamaron “misa de aguinaldos” y servían para atraer a la infancia y evangelizarla de modo atrayente y divertido. Al terminar el culto repartían dulces, el aguinaldo, y muy pronto incluyeron la piñata como una diversión en la que arremetían contra el pecado, deslumbrante y seductor, y lo rompían para que se derramara la Gracia en forma de agasajo.
Pero el origen de la piñata no es mexicano: En el Antiguo Oriente había un evento en el cual, por el año nuevo chino, los mandarines rompían la figura de un buey colmado de semillas. Marco Polo observó el ritual y lo llevó a Italia, donde se utilizó una olla de barro decorada y las llamaron piñata (pignata), porque recordaba a las piñas de los pinos. De ahí pasó a España y al nuevo mundo, donde ahora, para festejarnos, recurrimos a artefactos de la arcaica tradición china, mientras recordamos un transitar arduo por aquella Galilea, dos milenios atrás, ocupada por la Roma imperial, en busca infructuosa de alojamiento y resguardo. Y de esta manera celebramos nuestra mexicanidad y devoción…
Ernesto Camou Healy es doctor en Ciencias Sociales, maestro en Antropología Social y licenciado en Filosofía; investigador del CIAD, A.C. de Hermosillo.