Muertos y sus obsequios

Por Ernesto Camou Healy

Esta semana celebramos el día de difuntos, una fiesta tradicional que se originó en estas tierras mucho antes de la llegada de los europeos. Para los mexicanos es una conmemoración entrañable; es también una fiesta de cosecha en la cual se recuerda a los antepasados y se les agradece por los productos y vida que legaron. En las comunidades de cultivadores se tenía la conciencia de que la tierra, las milpas y las semillas eran un obsequio y una herencia de quienes los precedieron. A ellos se debía el bienestar que gozaban, por ellos tenían la simiente, arados, bestias de tiro y la tierra desbrozada.

En toda la geografía nacional el ciclo agrícola de primavera tiene su cierre en el otoño. En años buenos, después de la pizca, saben que los granos acumulados les concederán tranquilidad en el invierno. Es tiempo de reposo y festejo. En los altares se colocan los frutos de la tierra, flores y elotes, cacao, frijol, calabazas y a veces tamales o algún plato que apetecían los difuntos. Ahí exponen también una prenda personal del muertito, o sus fotos, pues a ellos agradecen su trabajo y dedicación.

En su recuerdo beben y comen, hacen fiesta y agradecen a los ancestros la abundancia del grano. Por la noche colocan ofrendas para los muertos: Chocolate, aguardiente, tamales, tacos, mole, arroz… Y se retiran a descansar y aguardar la visita de los ya fallecidos. Por la mañana comprueban que las ofrendas amanecieron intactas, pero ya sin olor alguno: Sus parientes consumieron el aroma, pues es de todos sabido que los difuntos se sacian con las fragancias que emanan de los fogones y las hornillas. Y ahora ya pueden recalentar los tamales y el frijolito, y comer lo que los muertitos les dejaron: Están compartiendo con ellos y afirmando su lugar en el seno de una comunidad, un grupo familiar, antiguo y numeroso.

A medida que la población pierde contacto con el campo, se desdibujan las tradiciones y se pierden los significados; ahora es una ocasión para disfrazarse, salir a fiestas y eventos en plazas y barrios, y también en antros y salones. Se baila y festeja en ambientes cerrados, en los que las milpas y siembras se desvanecen casi por completo; pero ahí están. Seguimos dependiendo del trabajo agrícola, sólo que ahora se tiene menos conciencia y se vive con la ilusión de que la labranza no nos conciernen. Si bien las sociedades actuales tienen más complejidad y diversidad, y oportunidades para trabajar y conseguir una vida relativamente más cómoda, lo cierto es que seguimos dependiendo del esfuerzo de los sembradores, por más que ahora probablemente sean empresas y corporaciones quienes cultivan y distribuyen lo producido.

Y muchos jóvenes citadinos y otros no tan tiernos, están tan alejados de los esfuerzos de los campesinos y agricultores que imaginan que el hábitat natural de las calabazas o los elotes son los estantes de los supermercados; no saben mucho sobre la procedencia de sus alimentos, sobre la cadena de producción que los lleva a su mesa: Ignoran que dependen absolutamente, para sobrevivir, de los que trabajan la tierra; están convencidos de que ese sudor y trabajo no tiene relevancia en su vivir; pero, muy en el fondo, cada año les afloran la añoranza y el recuerdo de sus muertos. De aquellos que han cultivado la tierra por siglos, que domesticaron semillas y reses: Sin ellos simplemente no seríamos. Y eso es lo que la fiesta de los difuntos recuerda, conmemora y agradece…

En el Día de Muertos nos reafirmamos como parte de una historia, de una geografía y herederos de una memoria y una tradición que nos contiene: Una comunidad de vivos y difuntos… Una identidad y un aliento compartidos que renovamos día con día. Y eso, esta fecha, lo reconocemos, agradecemos y celebramos… con tamales, trago, calabaza en dulce, chocolate en agua y pan de muerto.

¡Provecho!

Ernesto Camou Healy es doctor en Ciencias Sociales, maestro en Antropología Social y licenciado en Filosofía; investigador del CIAD, A.C. de Hermosillo.

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