Por Luis Hernández Navarro
En sus 91 años de vida, el filósofo Luis Villoro reflexionó con originalidad y gran calado sobre asuntos tan distintos como el ser, los valores, el creer, la moral, el cambio social, la ideología, lo sagrado, el saber, momentos claves de la historia de México, la reforma política de Jesús Reyes Heroles, el papel de la violencia en la historia y los pueblos indígenas. También sobre el futbol y no sólo por ser aficionado de los Pumas.
Su reivindicación del espectáculo, publicada en Excélsior (22/6/1974), era inusual en una parte de la dogmática izquierda mexicana. Cuando se efectuó el Campeonato Mundial en México en 1970, las heridas de la masacre de Tlatelolco estaban a flor de piel, y lo que quedaba del movimiento estudiantil-popular tenía demasiados agravios como para celebrar.
Cuando volvió a realizarse en suelo azteca (1986), con la tragedia de los sismos de 1985 sobre las espaldas de los capitalinos, una variopinta coalición de movimientos populares cuestionó el torneo como si fuera maniobra de enmascaramiento para ocultar la realidad del país, con la consigna de: ¡No queremos goles, queremos frijoles!
Manifestantes que protestaban ante uno de los estadios fueron dispersados con toletes y gases lacrimógenos.
El elogio al balompié de Villoro apareció 10 días después de que el árbitro silbó el inicio del partido entre Alemania Federal y Chile, en el Mundial de 1974, y los fanáticos de todo el planeta sucumbieron al moderno hechizo de la bola rodando sobre el césped. Sin ambigüedad, el autor de Los grandes momentos del indigenismo en México cuestionó que la fascinación colectiva del juego fuera sólo pan y circo para entretener a los nuevos siervos.
Tiempos peculiares. Chile había logrado su clasificación ante la negativa de la Unión Soviética de jugar en el Estadio Nacional al que, apenas un par de meses antes, habían sido llevados miles de prisioneros políticos allendistas, a raíz del golpe de Estado de Augusto Pinochet. La decisión soviética levantó una ola de solidaridad en parte de la izquierda continental que decidió desertar de la cumbre futbolística.
En América Latina soplaban los vientos entremezclados de la revolución cubana, los muchos 68 y la bota militar aplastando frágiles democracias y procesos de organización popular, que llevaron a hacer de la escucha del folklórico Venceremos sinónimo de militancia y del gusto por los huaraches de ante azul (Federico Arana dixit) razón de peso para sospechar inclinaciones filoyanquis.
Junto a su gran amigo Heberto Castillo y el dirigente ferrocarrilero Demetrio Vallejo, el intelectual participó activamente en la convocatoria para fundar el Partido Mexicano de los Trabajadores, fuerza de izquierda democrática y nacionalista, cobijada por figuras del mundo cultural como Rius y Naranjo, Óscar Chávez y Los Folkloristas.
En los días aciagos posteriores al 11 de septiembre de 1973, Villoro tomó partido por Salvador Allende y denunció cómo el crimen de Chile puso al descubierto la función de la democracia en los países dependientes, defendida por las élites siempre y cuando su ejercicio no ponga en peligro la estructura económica y social. Y desnudó los hipócritas golpes de pecho de quienes lamentaron en abstracto la violación a los derechos humanos en la patria de Neruda, pero hicieron ojo de hormiga sobre el papel de la contrarrevolución y el imperialismo en la aventura golpista.
Por ello advirtió la inutilidad de juzgar moralmente los crímenes de la dictadura, si no se acompañaba también de un juicio político. Sólo si una moral implica ciertas opciones políticas, es coherente y genuina. La opción política coherente no puede prescindir de una elección moral. Porque, en verdad, moral y política coinciden
, escribió en noviembre de 1973, enunciando un principio básico de su compromiso con las causas justas como intelectual, cuyo eco se escuchó nítidamente a lo largo de los años, hasta llegar a su intercambio epistolar con el subcomandante Marcos.
Tras casi nueve meses del pinochetazo, no obstante la polémica que acompañó la celebración del Mundial en Alemania, lejos del maniqueísmo de quienes veían en el juego una maniobra distractora, el filósofo halló en el futbol una gran respiro, en el que se despliega el gozo de los cuerpos en libertad, el entusiasmo de la contienda, los destellos del ritmo y la armonía
. Según él, con el balompié “huimos de nuestra realidad cotidiana –violenta y represiva–, pero vislumbramos también la posibilidad de una realidad distinta. Es, como una alegoría de otro mundo posible”.
El mundo del futbol –explicó– pertenece a la utopía. Permite vislumbrar una realidad humana donde, en lugar de la represión y el poder, rija la igualdad, la espontaneidad, la alegría de vivir, la belleza.
¿De dónde viene esa fascinación por el balompié al autor de La significación del silencio ? “Mi padre –cuenta su hijo, el escritor Juan Villoro, Premio Gabo a la excelencia 2022– era aficionado al futbol. Le gustaban los toros. Iba todos los domingos en la mañana al estadio y en la tarde a la Arena México. Pero dejó de ir a las corridas cuando yo nací porque le dio miedo que fuera a ser torero. Mis padres se divorciaron cuando tenía nueve años y él se encontró con el predicamento de tener que hacer algo conmigo los domingos. Un día me llevó al estadio de Ciudad Universitaria. Me fascinó. Él dijo: ya sé qué hacer con mi hijo. Todos los domingos íbamos al futbol.
“En ese texto ( El futbol y la utopía) él hace una interpretación política. Es en el Mundial de 1974, en el que la todopoderosa Italia pierde con Haití. Y él concluye: eso es el futbol. El débil puede ganar al fuerte. Es una metáfora de lo que debe ser la vida.” Alegoría de David derrotando a Goliat y ventana para asomarse a otro mundo. ¿Qué más puede pedírsele a una fiesta?
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