Por Francisco Ortiz Pinchetti
El gran error de Andrés Manuel es querer hacer en democracia una “revolución”. O eso que él llama su “cuarta transformación”, un cambio según él equiparable ni más ni menos que a la Independencia, la Reforma juarista y la Revolución Mexicana. Imagínense.
Lo cierto es que el pelotero de Macuspana batea por los dos lados: se ha beneficiado de las instituciones democráticas del país para llegar a dónde está, pero es capaz de descalificarlas cuando los resultados electorales no le son favorables y pretender vulnerarlas y hasta suprimirlas cuando así conviene a sus proyectos.
Cuando en 1994 el ya ex dirigente estatal del PRI perdió por casi nueve puntos porcentuales la gubernatura de su natal Tabasco, como candidato del PRD, frente al priista Roberto Madrazo Pintado, denunció un fraude electoral y realizó movilizaciones de protesta.
En el año 2000, en cambio, luego de saltarse de manera nunca suficientemente aclarada el requisito de su residencia mínima en la capital, ganó apretadamente, con el 39.01 por ciento de los votos, la jefatura de Gobierno del entonces Distrito Federal frente al panista Santiago Creel Miranda (que logró el 34.03%). Y por supuesto no cuestionó los comicios.
En 2006, como aspirante a la Presidencia de la República por primera vez, descalificó el proceso electoral en el que salió victorioso el panista Felipe Calderón Hinojosa por una diferencia mínima, del 0.56 por ciento de los sufragios. Entonces alegó otra vez fraude, denunció parcialidad de los funcionarios electorales y encabezó movilizaciones diversas, destacadamente un plantón y bloqueo de 47 días en el Paseo de la Reforma.
Se declaró entonces “Presidente Legítimo”, se puso una banda tricolor en el pecho, nombró su propio “gabinete”… y mandó al diablo a las instituciones.
Tampoco aceptó en 2012 el claro triunfo de Enrique Peña Nieto, del PRI, y de nuevo descalificó al órgano electoral y a sus consejeros, al grado de lograr una nueva reforma electoral en 2014… ¡de cuyas modificaciones legales ahora se queja!
Finalmente, en 2018 logró un triunfo contundente, histórico, con más de 30 millones de votos. Y entonces festejó ruidosamente su ascenso al poder por la vía democrática. Y aseguró por cierto que “fue ejemplar la pluralidad y el profesionalismo de la prensa, la radio y la televisión”.
Frente a la elección presidencial de 2024, en la que obviamente no participará personalmente, su preocupación fundamental es mantener el control político del país y evitar -¿a como dé lugar?- la llegada al poder de otras fuerzas, lo que podría significarle inclusive ir a la cárcel.
Y es cuando la democracia se le vuelve un estorbo.
Pretende en consecuencia una nueva Reforma Electoral que prácticamente suprima al INE como entidad autónoma para volver al manejo gubernamental de los comicios, como ocurría hasta antes de la ciudadanización y autonomía del Instituto federal Electoral, en 1996.
Preocupa su afirmación de la mañana de este jueves –que a mí me sonó a amenaza—de que entregará la estafeta a un incondicional suyo que continúe con su proyecto, pues “no volverán los corruptos al poder”. Muy a su estilo disfrazó sus intenciones con el cuento de que no quiere ser cacique, caudillo ni líder moral cuando deje la Presidencia. ¿Ustedes le creen?
Aunque no es del todo nueva, su declaración ocurre en un ambiente de crispación provocado precisamente por la decisión del propio tabasqueño de radicalizar la confrontación entre los mexicanos, que ha sido su recurso electoral favorito… y que le ha funcionado.
Y por eso le sube el tono a la confrontación, la endurece.
Ahora es a través del secretario de Gobernación, su paisano, amigo y carnal Adán Augusto López Hernández, que intensifica el tono de los ataques y las descalificaciones contra sus “adversarios”, que en realidad son todos aquellos que no son sus partidarios: la mitad del país, cuando menos.
El ex gobernador tabasqueño, en efecto, ha pasado de su actitud inicialmente conciliatoria y sus llamados a la oposición al diálogo, al ataque frontal, duro. Como auténtico golpeador ha usado el delicadísimo tema de la inseguridad (uno de los talones de Aquiles del actual gobierno), para acusar a gobernadores de oposición de hipócritas y cínicos, al no apoyar la militarización del país cuando a cada rato solicitan el apoyo de las fuerzas armadas para combatir la delincuencia en sus entidades. Y aseguró que entidades gobernadas por la oposición, como Chihuahua, Jalisco y Guanajuato, son las que registran mayores niveles de inseguridad por las acciones del crimen organizado, como si no supiera que esa es tarea de las autoridades federales.
El secretario de la Defensa Nacional, Luis Crescencio Sandoval Hernández presentó a su vez estadísticas y gráficas de los 10 estados con mayores índices de homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes, evidentemente con la pretensión de apuntalar las acusaciones del golpeador presidencial… pero le salió el tiro por la culata: resulta que ocho de esos estados son gobernados por Morena, ente ellos Colima, que ocupa el primer lugar en ese cuadro negro.
El “uno-dos” entre el titular de la Segob y el general secretario evidencia que Adán Augusto no asume solo su nueva tarea. Lo hace en defensa y con el obvio respaldo, de las fuerzas armadas, en especial del secretario de la Sedena y la obvia anuencia del habitante de Palacio Nacional.
Hace unas semanas, en plena andanada opositora contra las intenciones del Presidente de militarizar (más) al país, el general le entró al juego político, tomó partido y acusó:
“Quienes integramos las instituciones tenemos el compromiso de velar por la unión nacional y debemos discernir de aquellos que, con comentarios tendenciosos generados por sus intereses y ambiciones personales, antes que los intereses nacionales, pretenden apartar a las Fuerzas Armadas de la confianza y respeto que deposita la ciudadanía en las mujeres y hombres que tienen la delicada tarea de servir a su país”, dijo.
Los mensajes son cada vez más claros. Válgame.
Twitter @fopinchetti