Por Hermann Bellinghausen
David Huerta es algo así como el hermano mayor de los poetas contemporáneos de México. Lo es por su ubicación cronológica (1949), genealógica (hijo de Efraín) e histórica (en el 68 le nació la conciencia). De izquierda, nunca estridente, individualista a salvo de fanatismos, elaboró una obra poética enamorada del detalle y de la digresión pensante con imágenes nítidas y pasión por la lengua. Sus detractores lo encuentran fatigoso. Su Incurable (1987) de 400 páginas pasa por el poema mexicano más largo (lejos queda Perséfone, de Homero Aridjis).
Huerta es eso y más. La obra poética se sostiene por sí misma al centro de su experiencia vital, aun cuando trabaja el ensayo. Siendo uno de los menores de su generación, su figura pública irradiaba apertura, curiosidad generosa, la confianza que da un buen hermano mayor, uno que ya aprendió. Sobrevivió a la masacre de Tlatelolco. Apoyó, como tantos poetas, a la Caravana y al Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Escribió el poema más célebre y llegador sobre la tragedia de Ayotzinapa (que produjo muchísimos versos dolorosos en castellano y otras lenguas mexicanas).
Se da a conocer como poeta en 1972 con El jardín de la luz. Establece desde entonces una constancia a prueba de desaliento, y con presteza toma distancia, limpiamente, de lo que pudo ser una sombra excesiva, la de su padre, redescubierto, o descubierto entonces por los jóvenes que lo leen con amor del bueno y lo reconocerían como un pilar de la gran poesía mexicana del siglo XX. Sin hacerlo explícito, David escribe en las antípodas estéticas y pareciera, dicho con simpleza, continuador de Octavio Paz, el antagonista generacional de Efraín Huerta y faro de la poesía crítica donde él se forma.
Visto desde otro ángulo, David Huerta pertenece al primer grupo moderno de jóvenes poetas
, una categoría hasta entonces restringida, siendo la república de las letras aún de discretas dimensiones. Pasado el 68, la juventud
entra en escena de manera trepidante en todos los aspectos: artísticos, culturales, comerciales. Son los años de La Onda. La joven poesía
de esa breve generación posee un aura distinta a la que le diera Xavier Villaurrutia en una conferencia de 1924, La poesía de los jóvenes en México, como recuerda certeramente José Joaquín Blanco en Crónica de la poesía mexicana (1981).
Para los autores nacidos en la década de 1940 el canon está cerrado. Debían recomenzar, atentos a las lecciones de los padres-madres a partir del célibe Ramón López Velarde. El tiempo mostraría que esa generación post-todo incluyó voces brillantes más acá del canon estético paciano: Jaime Reyes, Francisco Hernández, Marco Antonio Campos, Carlos Montemayor, Elisa Ramírez, Maricruz Patiño, Ricardo Yáñez, Antonio Deltoro, Gaspar Aguilera (ver Poetas de una generación: 1940-1949, de Jorge González de León, UNAM, 1981). Todos los mencionados de hecho nacieron entre 1945 y 1949. Un poco mayor, Elsa Cross.
La tensión estética la sostienen David Huerta y Jaime Reyes. Ellos marcan el camino de la mejor poesía venidera, ambos con un admirable apego al lenguaje. Reyes va sin miedo por el lado gacho, cabrón, oscuro, apasionado y sucio. Huerta elige un camino de luz y descubrimiento, más intelectual, si se quiere, pero de ningún modo conformista. Dos maneras de ser de izquierda, poetas que no temen al verso largo y el aliento idem.
Tras ellos, poesía joven
escala a lugar común y en los años 80 ya exaspera a críticos como Blanco, Gabriel Zaid o Evodio Escalante. Ella protagonizará la novela más celebrada del post-post- boom latinoamericano, Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, donde los héroes (que encantaron a Susan Sontag) son nada menos que los jóvenes poetas de México
en su versión más zarrapastrosa. La abundancia numérica de las décadas posteriores borró en mucho esa categoría engañosa, o bien la multiplicó al grado de volverla indistinguible para la crítica.
David pertenece a un definido grupo de amigos en letras que la historia cultural asumirá definitivamente y quizá le dé un nombre: Coral Bracho, Héctor Manjarrez, Jorge Aguilar Mora, Marcelo Uribe, Paloma Villegas, Rosario Ferré, y más adelante Verónica Murguía. Hacia 1981 publicaron una bella y fugaz revista literaria en forma de libro, La Mesa Llena. Como autores se les localiza frecuentemente en Ediciones Era, y han sostenido una escritura literaria límpida, ejemplar y necesaria para estos tiempos.
Huerta también generaría una duradero y generoso periódico para la poesía, dejó huella en las universidades públicas, alentó la lectura renovada de los clásicos castellanos. Se dedicó a la poesía. Lúcidamente declara en Versión (1978): “escribir, escribir, escribir, con estas cosas tremendas ante los ojos, y abrir la boca desesperadamente mientras todo / y ‘todo es oscuro’, alrededor se derrumba con un ruido de tatuajes y desgajamientos, y mirar es convertirse en luz”.