Por Jesús Chávez Marín
Héctor Ordóñez llega al teatro, al café, a todo tipo de reuniones, y ansioso prende el teléfono celular para revisar mensajes, chistes que le llegan y las fotos de memes que mandan desvanecidos amigos a quienes no conoce, y otros que jamás ha mirado, porque no existen. O existen en regiones tan lejanas como Perú o Japón.
Muy escasos conocidos suyos le escriben, o le mandan uno que otro dibujito que indica ¡recórcholis! o ¡habrase visto!
Ordóñez tampoco tiene mucho qué decirles, manda fotos de sí mismo en diferentes lugares: la mesa del comedor, la biblioteca pública, el salón de las computadoras donde se aplasta a revisar las redes, etcétera.
Su mujer lo acompaña a todas partes, como una sombra.
Desde antes de que cumplieran 40 de casados ya se habían impuesto al silencio como la única forma del amor, o de la costumbre; ella también abre el celular en todas partes, aunque no tanto como el marido.
Alguna vida intensa halla Ordóñez en la pantalla de su teléfono celular, que lo mantiene mirándose en ese lago narcisista.