Cíclope

Por Jesús Chávez Marín

Bartolo bajó la ladera totalmente borracho, como todas las noches. En cuanto terminaba su diario trabajo de estibador de ferrocarriles, acostumbraba meterse a la cantina El siete leguas y embriagarse hasta el cierre. Una idea le había rondado sin aclararse, rayos y centellas destilaban sus pensamientos cada vez que el sotol circulaba en el aire de sus venas. Se le había metido en la cabeza que su cuñado Pablo, por el solo hecho de haberse casado con su hermana, se las tenía que pagar todas juntas con una buena golpiza, nomás porque sí. A golpes tocó la puerta mientras gritaba:

―Sal, si eres tan hombre. Aquí te vas a morir, caballerito.

Carmen despertó asustada y le pidió a su marido que no saliera, que no fuera a golpear a su hermano, que andaba borracho y al rato se iría. Pero a Pablo le preocupaba el miedo de sus dos hijos, que azorados escuchaban los golpes de la puerta y la gruesa voz de su tío Bartolo enloquecido.

Así que tomó una cuerda de ixtle, salió por la puerta del patio, subió al techo y caminó hacia el frente. Desde allí brincó encima del gigante, que no se la esperaba; con rápidos movimientos lo amarró de los pies y los brazos; cinco segundos antes de que pudiera reaccionar ya estaba inmovilizado. Pablo arrastró por media calle a su cuñado hasta el dispensario del barrio, como a un bulto vociferante.

Con aparente tranquilidad, Pablo regresó  a su casa, le dijo a su mujer que todo estaba bien, que se fuera a dormir. Ella, en silencio, pero todavía temblando del susto, fue a tranquilizar a sus hijos; con una seña apenas perceptible le agradeció a su esposo la protección y la calma.

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