Otro tiempo de canallas

Por Jaime García Chávez

Cuando los ciudadanos se ubican al margen de la ecuación de los gobernantes, el resultado es que las decisiones que estos toman, para bien o para mal, excluyen siempre, de cualquier modo, a los primeros.

La ironía, amarga por cierto, es que este modelo se repite una y otra vez, como si no fuera suficiente el desprecio, relativo o absoluto, de los segundos por los primeros. Es decir, mediante el comedido voto que unos buscan y otros ofrecen, el esquema se afianza como si fuera perdurable, como intrínseco a la forma de ser de las personas.

Es imposible ponerse de acuerdo si se trata de un problema cultural o no. Para ello habría que recurrir, aun con ciertos reparos, a muchos analistas que tratan el tema, particularmente al relacionado con nuestro país y al pensamiento de “lo mexicano”, como lo han caracterizado Octavo Paz, Samuel Ramos, o hasta el mismo Carlos Monsiváis.

El caso es que tenemos un problema muy concreto: la historia de esa relación se repite continuamente. Gobiernos van, gobiernos vienen, y el llamado pueblo, esa “masa” de la que también han hablado infinidad de autores en cualquier cantidad de épocas históricas, padece esa omisión que se antoja perpetua.

A estas alturas no importa ya si se le concede o no el beneficio de la duda a un régimen que prometió lo contrario del pasado, porque sigue reproduciendo los mismos vicios, los mismo males, y, por rebote, iguales malestares sociales. De eso se encargará el tiempo, aunque una forma de medir esto no sea precisamente la del tipo electoral.

Parece que todavía está muy fresca, y hasta podría interpretarse como muy osada, la pregunta de porqué se le apuesta reiteradamente a políticos que mantienen en el cómputo de sus cálculos únicamente sus intereses personales, sus afanes protagónicos y personalísimos, como aspirar a un cargo más arriba del que ya ocupan, o de inscribirse en la historia cuando ni siquiera se ha tomado la distancia suficiente para una valoración justa e imparcial.

Esto está pasando en el país, y en Chihuahua mismo. El estado no ha podido ver su mejor suerte en años, en décadas. Los personajes que hoy ocupan los espacios de poder han borrado cualquier línea definitoria de sus alcances y propósitos respecto de lo que algún día los llegó a mostrar en la posibilidad de la diferencia y en las formas de hacer política más o menos cercana a la gente.

Si se pudiera hacer un balance, los ciudadanos bien podríamos encontrarnos en números rojos, según el argot de los expertos en la administración y lo contable; y entonces los gobiernos que hemos tenido nos saldrían debiendo, democrática, discursiva y financieramente.

Una muestra palpable de ello es el exgobernador César Duarte, al que hoy se tiene como procesado en la cárcel por corrupción. Y si está ahí es más por un efecto de lo insostenible políticamente, por las presiones sociales, que por voluntad genuina del gobierno panista de María Eugenia Campos, que manipula los órganos de justicia no sólo porque puede, indebidamente, sino porque forma parte de esa corrupción y no quiere que se sepa, o que se sepa más de lo que hace tiempo ronda el imaginario colectivo.

Si usáramos una figura coloquial para exponer el actual proceso duartista, la selección mexicana de futbol estaría a la mano para ilustrar cuando se ha dicho que el equipo nacional ha batallado para ganarle a un contrincante menor, pero que su triunfo, por su forma de jugar, no ha convencido a nadie.

Maru Campos ha construido al enemigo perfecto, como diría Umberto Eco, del mismo modo que Corral hizo lo propio con Duarte en su momento. Pero esa construcción se ha venido desdibujando en uno en favor del otro, a tal grado que Duarte es casi ya un vocero del maruquismo con la prensa de siempre como caja de resonancia.

Hay una novela policiaca llamada “Tiempo de Canallas”, de la autora mexicana Sofía Guadarrama. Es poco famosa en la historiografía literaria nacional, pero no menos interesante, porque de ella se desprenden conceptos que escudriñan la corrupción política de “un sistema político podrido y manipulador”, como el que sanciona que “cuando los malos se enfrentan a los malos no hay esperanza posible”, que “siempre ganarán los corruptos, los que juegan sucio, los que lucran con el destino de un país, y se pregunta “¿hasta dónde es capaz un ser humano para conseguir y conservar el poder?”.

Muchos años antes, la escritora y dramaturga Lillian Hellman, perseguida por el macartismo al que criticó durante la Guerra Fría, especialmente en su libro Tiempo de Canallas, denunció la “cobardía colectiva y las mentiras del poder” que significó esa era, conformada por el senador McCarty y el grupo de políticos conservadores estadounidenses dedicados a perseguir y censurar todo lo “antiamericano”.

Pero también habla de la indiferencia, “esa compañera fiel de todos los represores y autócratas”, como indicó hace algunos años el juez español Baltasar Garzón a propósito del libro de Hellman. Y esa indiferencia, dice, también se adosa a los ciudadanos, porque “aquello que perjudica a los demás no va con ellos, no les afecta”. Y terminan consintiendo el estado que guardan las cosas.

Frente a esta inercia, propone Garzón, la única alternativa es mantener viva la convicción en los valores éticos y humanísticos que han contribuido durante siglos a construir la idea de una humanidad renovada, libre y democrática como elementos básicos de la seguridad humana. Porque más democracia significa más responsabilidad y menos indiferencia; más libertad y menos seguridad como único valor emergente, y, sobre todo, más dignidad.

Desde un punto de vista narrativo, cualquier parecido de lo anterior con la realidad puede no ser mera coincidencia.

Aquí en Chihuahua vivimos tiempos de canallas, pero también de indiferencia. Y ser democrático de escritorio no alcanza.

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