Por Luz María Moreno Medrano*
Javier Campos, El Gallo, dejó una huella imborrable en muchos jóvenes que, como yo, fuimos parte del equipo de voluntarios en la comunidad de Chinatú, al sur de la sierra Tarahumara en los años noventa. El Gallo fue nuestro párroco durante este tiempo, y cuando digo esto no me refiero a un cura de iglesia de domingo
. El Gallo era nuestro párroco
porque construía comunidad, daba ejemplo de cercanía e inserción con la cultura rarámuri. El Gallo vivía de manera cotidiana las tensiones entre indígenas y mestizos, sabía de las divisiones causadas por el rápido crecimiento del narco y así se mantenía cercano a quienes eran los más vulnerados; sin miedo, sin titubeos y con gran claridad.
Yo era una maestra rural multigrado en aquella época en la comunidad indígena de Agua Amarilla, a unas horas de Chinatú, y escuchaba las preocupaciones de las familias sobre el futuro de sus hijos, que seguramente tendrían que trabajar como chutameros, como se les dice a las personas que se encargan de cortar la mariguana. Sabíamos que el Ejército cuidaba los sembradíos y que llegaban a despojar los territorios de las comunidades indígenas para obligarlos a sembrar. También era el Ejército el que de vez en cuando organizaba redadas para quemar
los sembradíos, y a pesar de que las siembras no pertenecían a las comunidades indígenas, los llevaban a la cárcel acusados de participación en el narcotráfico.
Viajar largas horas con El Gallo por los caminos y brechas de la Tarahumara era toda una experiencia de aprendizaje: sabía los detalles históricos de todas las zonas que visitaba, sabía el dato exacto de la altura de las montañas y la manera en que ha cambiado la composición de las comunidades. El Gallo hablaba la lengua rarámuri y vivía su espiritualidad con una profunda admiración por su cosmovisión, participaba fervientemente del yúmari. Vivía junto con las comunidades rarámuri las largas veladas tomando tesgüino, bailando matachín y agradeciendo a Onorúame los bienes recibidos. Gracias a El Gallo y a nuestro querido padre Rivera, entendí que las celebraciones del pan y del vino se viven en comunidad, desde el amor fraterno y compartido con una causa común: la búsqueda por la justicia social. Ahí, sentados alrededor de él, en su capilla en Chinatú, aprendí que Jesús fue tan humano que sólo podía ser Dios mismo
, y con cantos latinoamericanos que nos erizaban la piel recordábamos la lucha de las comunidades eclesiales de base en El Salvador, Guatemala y Chiapas.
En aquella época, la voz del EZLN estremeció al país y se hizo visible el hartazgo de las poblaciones originarias en México por la falta de derechos en que habían vivido por siglos. En la Tarahumara acababa de fallecer el obispo Llaguno, un jesuita que al igual que El Gallo se tomó en serio la opción radical por las poblaciones más vulneradas
, después de haberse permitido tener una transformación espiritual profunda en el contacto con la cosmovisión rarámuri. Con Llaguno, la diócesis de la Tarahumara comenzó la formación de laicos, en donde se nos daban bases de doctrina social de la Iglesia desde la mirada de la teología de la liberación y las teologías indígenas. Nos regalaron, a muchos jóvenes como yo, una fuerte formación sociopolítica y al mismo tiempo espiritual, una formación que no se daba en los libros, sino en el contacto afectuoso y solidario con las comunidades y sus problemáticas, en las reflexiones comunitarias para encontrar otras formas de vivir y de relacionarnos. Esa formación ha sido un parteaguas en mi vida que no me cansaré de agradecer.
Las muertes de El Gallo y del padre Mora en Cerocahui lograron romper con la normalización de la violencia, nos permitió indignarnos de nuevo, dolernos una vez más y levantar la voz, como debemos hacerlo con cada una de las víctimas de violencia en este país. La muerte de mi querido amigo y maestro El Gallo, me hace aferrarme a la idea de que lo que sí podemos hacer es no cansarnos de demandar lo que le corresponde hacer a las autoridades: cumplir con su obligación de servir al pueblo asegurando la justicia para los cientos de familias que han sufrido la violencia y que siguen enfrentando impunidad. También me compromete a construir otras maneras de educarnos, de cuidarnos de la manera más radical posible y de buscar la construcción de una conciencia política entre nuestras juventudes con la mirada y el corazón puestos en la justicia social. Los retos hoy: ¿cómo educar para la paz en los contextos invadidos por el narco? ¿Cómo abrir espacios para que nuestras juventudes florezcan de una manera digna y pacífica en zonas en que la vida del narco es más atractiva que la del servicio y la transformación social? Mi compromiso es no descansar hasta que México logre la reconciliación y la paz.
Doctora en Educación y académica de la UniversidadIberoamericana CDMX