Una sucia guerra doméstica

Por Hermann Bellinghausen

Los humanos han mostrado siempre una tendencia brutal por matarse unos a otros. Viven en guerra con su especie con una suerte de espíritu deportivo, mientras persiste la idea de que la cacería es un deporte. Pero ninguna nación del mundo practica tal deporte con mayor intensidad y entusiasmo que Estados Unidos contra seres humanos. En lo que va de 2022 se han registrado cerca de 260 tiroteos (como los llama la policía), algunos con 10 o más personas cazadas a sangre fría por tiradores solitarios.

Como resultado, la tasa de muertes por armas de fuego en Estados Unidos es sólo ligeramente menor que en la República Democrática del Congo e Irak, atrapados en sucesivas y horrendas guerras civiles. En 2016, la revista Atlantic publicó un mapa de Estados Unidos muy revelador, elaborado por Zara Mattheson. Comparaba la tasa de homicidios en ciudades estadunidenses con países de América Latina y otras regiones del mundo. La tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes en Nueva Orleans era de 62.1 y en Honduras de 68.4. En Detroit, cercana a la de El Salvador (35.9 contra 39.9). Así Baltimore con Guatemala, Washington con Brasil, Colombia con Miami, Phoenix con México (10.6 y 10, respectivamente) y Atlanta con Sudáfrica.

Los eventos que más nos horrorizan son las ejecuciones masivas que cometen ciudadanos comunes, casi siempre blancos. Esta suerte de autoterrorismo irracional y enfermo no es la suma de casos aislados, sino un resultado de tradiciones aberrantes asociadas con el colonialismo interno, el racismo supremacista blanco y los desquiciamientos que ello genera. No olvidemos que, mientras los estadunidenses jugaban juegos de masacre contra la población originaria se enfrascaron en una de las guerras civiles más salvajes del siglo XIX, cuando se demostró la disposición de los blancos para exterminarse mutuamente sin piedad.

Con más armas que habitantes, y muchos de ellos encantados con ellas, estamos hablando del país más peligroso, tanto para sí mismo como para el resto del mundo, al cual mantiene en un estado de guerra y militarización permanentes sin parangón en la historia humana.

Roxanne Dunbar-Ortiz nos recuerda algunos datos apabullantes: Al comienzo del siglo XXI, Estados Unidos administraba más de 900 bases militares en el mundo: 287 en Alemania, 130 en Japón, 106 en Corea del Sur, 89 en Italia, 57 en las islas británicas, 21 en Portugal y 18 en Turquía, entre otras. El número incluía bases adicionales o instalaciones militares en Aruba, Australia, Yibuti, Egipto, Israel, Singapur, Tailandia, Kirguistán, Kuwait, Qatar, Baréin, los Emiratos Árabes Unidos, Creta, Sicilia, Islandia, Rumania, Bulgaria, Honduras, Colombia y Cuba (Guantánamo), entre otras localizaciones en unos 150 países, junto con las que se instalaron recientemente en Irak y Afganistán (La historia indígena de Estados Unidos, 2014). Esto sin contar las bases militares desplegadas en toda la Unión Americana, donde las fuerzas armadas ocupan muy grandes porciones de territorio, marcadamente en lo que fueron antes territorios indígenas, que, como ha documentado la activista ojibwe Wynona La Duke, siguen siendo las víctimas primeras de esta violencia considerada legal y legítima por la población blanca.

Dunbar-Ortiz continuó su análisis en Loaded: A Disarming History of the Second Amendment (City Lights, 2018). Allí deja claro que, como en otros aspectos, en esa nación de presuntos iguales no todos tienen los mismos derechos. Por ejemplo, armarse. La población negra, si lo hace, es considerada criminal. Cuando en los años 60 los Panteras Negras pasaron a las armas para defenderse, fueron combatidos a sangre y fuego. Los afroamericanos siempre serán los primeros en pagar las consecuencias de la mera posesión de armas, por lo demás legales en dicha sociedad.

La defensa de la propiedad privada, la limpieza racial, los vigilantes, los cazamigrantes y los asesinos masivos heredan la justa ejecución de indígenas que traspasaban las nuevas propiedades de los colonos blancos. El derecho a matar indios era sagrado. Consumado el despojo, los asesinos no se detuvieron. Devino común el linchamiento de nigroes.

Recordemos el documental Bowling for Columbine, de Michael Moore, a raíz de una de las peores matanzas escolares en años recientes. Desnuda a la infame American Rifle Association, a los promotores y simpatizantes de las armas en el Congreso, a los blancos resentidos y paranoicos que luego apoyarían a Donald Trump y tienen a Estados Unidos al borde de otra guerra civil o un retorno electoral aterrador. La milicias blancas son una bomba de tiempo.

Dunbar-Ortiz fue en los años 70 una activista que consideró adecuado armarse para hacer la revolución. No teme a las armas. Sabe usarlas. Pero comprendió que la resistencia armada está condenada de antemano en un país erizado de poder de fuego: la sociedad suicida por antonomasia en el mundo moderno.

About Author

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *