Por Jaime García Chávez
Siguiendo los pasos de una añeja filosofía, la causa eficiente, o el agente que provocó el cambio, para que César Duarte esté hoy en Chihuahua ante un juez, fue la denuncia que Unión Ciudadana presentó el 23 de septiembre de 2014 ante la Procuraduría General de la República, ante su homóloga en Chihuahua, y otras instancias, por la complejidad de los delitos cometidos por el exgobernador, su secretario de Hacienda, Jaime Ramón Herrera Corral, y un hombre de paja que falleció en insólito accidente carretero, Carlos Hermosillo Arteaga.
Recordar esto tiene un doble propósito. Uno, reconocer que estamos frente a un triunfo que se ha de acreditar a un conjunto de hombres y mujeres que en el esplendor del duartismo le hicieron frente, corriendo riesgos innumerables. Dos, que es un triunfo parcial, porque hoy se le juzga por lo que puede ser una minucia dentro de la gran corrupción que se instaló en Chihuahua por seis años, dando muestra de un patrimonialismo extremo, con el cual se acredita que el gobernante considera de su propio patrimonio el conjunto de las instituciones para beneficiarse de manera privada.
Es un estímulo que se haya extraditado al exgobernador, pero también es un reto para continuar adelante y plantear los componentes de la nueva coyuntura que se abre en la dinámica de este escándalo de corrupción.
El escenario es aparentemente muy diferente al de 2014, pero si observamos bien nos damos cuenta de bulto que las figuras que están al frente de las instituciones del poder en Chihuahua tuvieron un alto grado de complicidad con el duartismo.
En primer lugar, la gobernadora María Eugenia Campos Galván, quien en aquellos años, como diputada local e integrante de la comisión que revisa los dictámenes e informes de resultados de la Auditoría Superior del Estado, nunca levantó la voz en ejercicio de una fiscalización profunda, y menos independiente, para producir una auténtica rendición de cuentas. Pero no sólo eso. También está coludida en hechos de corrupción por los cuales se le vinculó a un procedimiento penal que se extinguió, autoritariamente, un día antes de asumir la gubernatura del estado.
En segundo lugar, y muy grave, es que el aparato de justicia está dominado por los duartistas, de tal manera que se puede afirmar que Duarte será juzgado por sus protegidos, lo que permite conjeturar de la facciosidad de la administración de justicia en el complejo caso de este escándalo.
A su vez, y en tercer lugar, se mantiene un control sobre el Poder Legislativo local por parte del diputado Mario Vázquez Robles, quien fuera líder estatal del PAN durante el sexenio del maridaje de este partido con el tirano exgobernador.
Duarte regresa extraditado a Chihuahua y encuentra un territorio debidamente barbechado para cultivar su impunidad futura. Además, lo hace luego de una larga campaña de fomento a la compasión, la misericordia, patrocinada desde el gobierno de Campos Galván. Los principales cómplices del duartismo, como miembros de su aparato de poder, llenaron planas y planas de los medios impresos, narrando supuestas persecuciones, torturas, y dando a entender que si así los habían tratado a ellos, que eran segundones, así tratarían a su exjefe, que para ellos era el capo de capos.
En este contexto, Maru Campos tiene más de un motivo para estar nerviosa por tener que juzgar en su territorio a César Duarte. Deseó que nunca regresara, al menos durante su gobierno, pues no halla cómo sacudirse la complicidad que ya permeó en el imaginario colectivo y que la ubica en un alto grado de colusión, no tan sólo lo que le toca de la llamada “nómina secreta”, sino también por esos vínculos descritos anteriormente y por su rol preeminente durante el golpe al Poder Judicial que contribuyó a orquestar de la mano del exgobernador cuando fue diputada local.
Le duele además que esta caída de Duarte contribuya a que se tambalee su ambición puesta en el horizonte electoral de 2024, aunque en realidad esté muy distante el triunfo de un PAN, que se puso de rodillas ante al PRI, y la maltrecha franquicia en que quedó el PRD, en manos de los llamados “Chuchos”.
Duarte es hoy para la gobernadora el filo de una navaja en la que tendrá que transitar malabarísticamente.
Por cierto, se registró un hecho, justo un día antes de que arribara Duarte a México, en el que un supuesto testigo protegido corralista, abordó a Maru Campos en una de sus escasas audiencias públicas, generándole una especie de tensión a la panista. Fue un desaguisado, con lágrimas públicas incluidas, que mostraron su estrés, al grado de que optó por abortar su presencia en esa jornada, malhablando de Corral y reivindicando su capacidad de resiliencia. Toda una simulación, de la que nos enteramos únicamente a través de sus redes sociales, sin conocer el nombre del supuesto testigo protegido, alguna foto de la escena, ni mayor información al respecto.
El hecho se inscribe en la campaña de conmiseración hacia Duarte. Pero ahora con un matiz de singular importancia: desviar la atención hacia Javier Corral y su gobierno, para decir que –robándose el lema “Ni perdón ni olvido”– la causa contra “los exgobernadores”, que para ambos habrá justicia y cero impunidad.
Pero aquí hay una perversidad descomunal. La causa de Duarte tiene fronteras específicas, el combate a su corrupción ha pasado por varios momentos, y en sí misma tiene su continencia y debe tener la aplicación del derecho con las sanciones previstas por las leyes. Si Corral cometió innumerables delitos, graves algunos, a decir de los personeros del gobierno actual de Chihuahua, que se presenten las denuncias y se haga el procesamiento correspondiente. Son harinas que están en diferentes costales.
Y de ninguna manera es aceptable que se haga una mezcla justo ahora y con la inequívoca pretensión de patrocinar la impunidad de César Duarte, quien ya de por sí viene por un par de delitos que fácilmente puede librar de diversas maneras: en lo inmediato, llevar el juicio en libertad; y en lo mediato, resultar absuelto, porque esta última es la narrativa que propala el gobierno, con un control de medios como nunca se había visto en el estado.
Para el gobierno de Chihuahua sería una bendición que la Fiscalía General de la República atrajera el caso, llevándose a Duarte a un penal federal y lejano del escenario donde cometió sus desmanes. Ya hay en la entidad un movimiento para que se le juzgue en territorio chihuahuense; además aquí hay jueces federales y fiscalía, llegado el momento. Pero no sólo. Ante una posible reclasificación de los delitos, se le pueden hacer nuevas imputaciones conforme a las excepciones que marca el Tratado de Extradición con Estados Unidos.
Pero como este asunto es una brasa en las manos de la gobernadora, seguramente empujará para que el asunto se resuelva rápido, y si es posible por otras instancias. No olvidemos que su formación católica le ha de haber enseñado bien el pasaje de Pilatos a la hora de lavarse las manos, aunque Duarte esté en las antípodas de Jesús.
Por lo pronto, a la pregunta de ¿quién va a juzgar a Duarte?, podemos contestar que será un Poder Judicial que él mismo construyó caciquilmente, con el compromiso del PAN de Maru Campos, a cambio de algunas monedas y dos magistraturas.
Aquí se está configurando un añejo estilo de hacer política y gobierno: que esa tarea es extraña a la vergüenza. Y como dice vieja máxima, donde no hay vergüenza no hay honor. Y César Duarte lo sabe.