Por Hermann Bellinghausen
¿Acaso no lo sabe Europa? La Europa blanca, siempre civilizada a medias, de antiguo lugar de lo sublime y la barbarie, se sienta nuevamente sobre el barril de pólvora del fascismo, ese invento suyo, y lo empolla con cariño y entrega, como si no supiera a dónde lleva. Su hemisferio, que también abarca Angloamérica, no parpadea un segundo al agitar la bandera de Ucrania aunque su línea de fuego se sostenga con verdaderos, explícitos, temibles combatientes y militantes fascistas y/o filonazis. Habrá quien diga sí, son unos canallas, pero son mis canallas; en consecuencia los armo con mi mejor panoplia. Si han de ser asesinos, que tengan armamento de punta.
Desde luego, la población civil es víctima de un juego perverso de poderes: millones de desplazados y damnificados sin pertenencias ni hogar, y miles de muertos por la repudiable invasión militar, producto de la inercia imperial rusa y atizada por los ejércitos, gobiernos y mercados de Occidente.
Cada fascismo necesita subtítulos, pues se habla y piensa en muchos idiomas. La historia oficial tiende a olvidar que ante la invasión alemana, la mayor parte de los países del continente tuvieron gobiernos aliados de Hitler. Las grandes excepciones: Gran Bretaña y Rusia. Así fueran pasajeras repúblicas de Vichy o los fascismos congelados en la península ibérica (morirían de su propia muerte, sin recibir nunca castigo, las dictaduras de España y Portugal). En todas partes hubo quien condescendiera con el nacionalsocialismo (marcadamente las burguesías y la aristocracia), colaborando con sus propias limpiezas étnicas, el anticomunismo y el obsesivo antijudaísmo de los nazis.
El nacionalsocialismo y sus variantes, grandes perdedores de la catástrofe bélica, habían sido apapachados por las potencias; contaron con simpatizantes en Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Suecia, Austria; gobernaron las naciones mediterráneas. La única resistencia a su expansión fue la República española, orillada a la guerra civil por el falangismo. Los aliados y el Eje por igual usaron la tragedia española como víctima propiciatoria de la matanza que se venía, y, paradójicamente, dejaron la península a salvo de la conflagración.
Los riesgos del esquematismo en esto son muchos, pero todos entendemos de qué se trata. El avance del nuevo fascismo (que por supuesto niega esa etiqueta) es palpable en el Estado español, Francia, Países Bajos, Austria, Hungría. Gobierna, cogobierna o desafía electoralmente a las democracias parlamentarias, equivalente a lo que vemos en Estados Unidos con Trump y el vaivén hipócrita de los demócratas, que se comportan como cobardes y son más belicistas que nadie.
Hay fascismos que no se mencionan. Haber sido víctimas capitales de Hitler les borra la vinculación directa, pero no son nuevos el fascismo eslavo ni el judío, siendo Israel parte de Europa. Así como los poderes reales del continente cierran los ojos o miran a otro lado ante sus fascismos domésticos, Israel no ha dejado de admitir migrantes judíos de Rusia y de Ucrania que profesan un extremismo racista, ahora antiárabe, y los aprovecha como colonos para acelerar la aniquilación de Palestina. Un tipo de fascismo ejemplificado en Avigdor Lieberman, nacido en la Unión Soviética, ex canciller israelí y actual ministro de Finanzas.
La invasión ordenada por Putin es criminal e inaceptable. Desde su autoritarismo doméstico férreo y delirante, causa un daño profundo a Ucrania en todos los sentidos. No puede ser justificada, aunque alegue que combate al fascismo real que florece en Ucrania y le puso el tapete a la alianza atlántica.
Parecieran incompatibles el fascismo sonriente de Marine Le Pen o el supremacismo blanco que apoya a Trump con el fascismo eslavo que vimos en las recientes guerras balcánicas y ahora vemos en los territorios más disputados de Ucrania, pero son equivalentes. Los mercenarios occidentales, nunca abiertamente convocados por Europa la Buena, la de Cannes y los estadios, las salas de conciertos, los museos y las bibliotecas, son armados por ella a través del ejército de Ucrania.
No todos se escandalizan ante la estupidez suprema del gobierno de Zelensky al suprimir a Pushkin, Tolstoi, Dostoievski y demás. Cualquier cultura de la cancelación
causa estragos. Presenciamos un inminente auto de fe de millones de libros aprobado por Occidente, mientras éste prohíbe, sinfonías, danzas, deportistas, actores y empleados rusos.
¡Cuánto se asemejan a Putin! A sus raíces estalinistas, al zarismo inveterado que muchos rusos no aprueban, y para ellos están las cárceles. Cuando nazis y estalinistas proscribieron artes y culturas por decadentes o antirrevolucionarias, Occidente siguió leyendo a Goethe, Mann, Pushkin y Gorki. A Brahms no lo expulsó nadie. No que ahora. El costal de mentiras está causando un daño cultural incalculable. Hoy son los rusos
. Mañana será cualquiera, como en el poema de Brecht.
A Ricardo Loewe, zapatista y antifascista de toda la vida.