Por Hermann Bellinghausen
Visité París en 2001, al tiempo que la cinta Amélie, de Jean Pierre Jeunet, acaparaba las marquesinas; parecía no haber un parisino que no la hubiese visto más de una vez y nadie carecía de opinión. El impacto anímico del fabuloso destino de Amélie Poulin logró transformar la sangronería y el mal humor de los capitalinos franceses, que estaban hechos un amor, conscientemente. Cedían el paso, sonreían, era acomedidos, se fijaban en los pequeños detalles. La taquilla fue histórica. Millones pagaron por verla en la pantalla. Acaparó premios. Aquel cuento de maravillas alivianó a la gente, la hizo sentir contenta consigo misma. Con independencia del juicio crítico que se tenga de Amélie, representó un fenómeno social. Pronto surgieron los denuestos: que si era boba, autocomplaciente; en Liberation llegaron a acusarla de fascista, de practicar una limpieza étnica al presentar un París sin negros ni árabes, un idilio del hombre blanco. Un dato paradójico fue que el coprotagonista con Audrey Tatou, Mathieu Kassovitz, era autor de la estupenda El odio (1995), precisamente sobre el racismo en la Ciudad Luz desde la perspectiva de un judío, un árabe y un negro.
Sin forzar comparaciones, viene a cuento el “efecto Amélie” ahora que Ciudad de México está enamorada de Roma, la delicada cinta costumbrista de Alfonso Cuarón. Amor y desamor, amparo y desamparo, espejo de las diferencias sociales arraigadas en el inconsciente capitalino, surtidor de nostalgias bien cumplidas (¡Insurgentes! ¡San Cosme! ¡El cine Las Américas!), un cierto feel good político con la denuncia de los halcones, la centralidad de una mujer indígena, el retrato de la insuficiencia patriarcal y el patético machismo que dan telón de fondo a un núcleo familiar organizado en torno a las mujeres. La relación criada-patrona, asunto clave en esos años 70 para las distintas clases medias, y la ternura de Roma, nos tiene a todos encantados.
Un ingrediente de esta fascinación chilanga con la impresionista pieza de Cuarón es el actual clima político, el anuncio de una era esperanzadora que hace sentir bien a los capitalinos (y a muchos mexicanos) por primera vez en largo tiempo, luego de vivir en un país decepcionante y una ciudad que apenas se repone del peor gobierno desde antes de Uruchurtu.
Somos un país cinero. Hay un puñado de países que han hecho y visto cine desde principios del siglo XX, de manera ininterrumpida y con frecuente impacto internacional. Con o sin guerras, Estados Unidos, Rusia, Francia, India, Italia, Japón, Inglaterra y México tienen metido el cine en la sangre y en la memoria cultural colectiva. Como apunta el cineasta Alberto Cortés, la imaginativa gira de Roma por pueblos y barrios, y su exitosa proyección en locales emblemáticos como Los Pinos y el caracol zapatista de Oventic ha demostrado una vez más que México es un país de cine; la gente, el pueblo, el público quiere ver cine mexicano. Cleo, trabajadora del hogar en una familia de clase media que vive en la hoy muy trendy colonia Roma, da sentido a la historia, que de otra manera habría sido una aburrida película costumbrista.
Sus malquerientes la califican de telenovela, clasista y sí, aburrida, pues de hollywoodense no tiene nada, y sí ciertas claves que remiten al cine nacional. Se ha señalado con justicia que el amoroso y clamoroso éxito de Roma confirma la salud de nuestro cine. También que, al instalarse en una plataforma de Internet y realizar funciones alternativas con participación comunitaria, delata las pésimas prácticas de exhibición de los colonizados monopolios comerciales.
Somos noveleros y patrioteros. La temporada pasada estábamos embobados con Guillermo del Toro y la superhollywoodense La forma del agua, aunque ignoramos a su contemporánea y muy superior La región salvaje, de Amat Escalante, con temática similar pero un tratamiento crudo, inspirado y, desde su forma fantástica (más Zulawski que Marvel), bien cercano a la realidad mexicana.
De manera suave, familiar, preciosista incluso, los grandes planos secuencia de Cuarón (¡además estudió en la UNAM!) rinden homenaje a los millones de mexicanos que aman el cine y a esta ciudad imposible. El cine, como el muralismo, son una parte satisfactoria de nuestro imaginario cultural.