Navidad: los Herodes de ayer, de hoy y el Divino Niño

 Por Leonardo Boff

Los relatos ancestrales sobre el “Divus Puer” (el Niño Divino) adquieren siempre nuevos significados según van cambiando los tiempos y los contextos históricos. Nosotros los leemos e interpretamos con los ojos de hoy, en el contexto de una situación sombría, marcada por la muerte de millones personas en todo el mundo, y de muchos miles entre nosotros causada por el ataque traicionero de un virus letal. Descubrimos similitudes y pocas diferencias entre la Navidad de entonces y la de hoy. A decir verdad, en una lectura simbólica, estamos tratando con algo que afecta a todos los humanos.

Por un lado, tenemos a José y a María, su esposa, embarazada de nueve meses. Vienen de Nazaret, del norte de Palestina, a Belén. Son pobres como la mayoría de los artesanos y campesinos mediterráneos. A las puertas de Belén, María se pone de parto: se sujeta el vientre pues el largo viaje ha acelerado el proceso. Llaman a la puerta de un hospedaje. Oyen lo que oyen siempre los pobres en la historia: “no hay lugar para ustedes en la posada” (Lc 2,7).

Navidad

Bajan la cabeza y se alejan preocupados. ¿Cómo va a dar a luz? En el vecindario solo quedaba un establo de animales. Allí hay un pesebre con pajas, un buey y una mula que extrañamente permanecen quietos observando. Ella da a luz a un niño entre los animales. Hace frío.  Lo envuelve en pañales y lo acuesta entre las pajas. Llora fuerte como todos los recién nacidos.

Hay pastores que velan de noche, vigilando su rebaño. Son considerados impuros y despreciados por eso, por estar cerca de los animales y sus excrementos. Sorprendentemente, una luz los envolvió y escucharon desde lo Alto una voz anunciándoles: ”no temáis os anuncio una gran alegría para todo el pueblo; acaba de nacer el Salvador; esta es la señal: encontraréis un niño, envuelto en pañales, acostado en un pesebre”. Al ponerse presurosos en camino oyeron un armonioso cántico, de muchas voces, que venía de lo Alto: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la Tierra a los hombres amados por Dios” (Lc 2,8-18). Cuando llegaron, se confirmó todo lo que se les había anunciado: allí está un niñito, titiritando, envuelto en pañales y acostado en un pesebre, en compañía de animales.

Algún tiempo después, vienen bajando por el camino tres sabios de Oriente. Sabían interpretar las estrellas. Llegan. Se extasían ante lo misterioso de la situación. Identifican en el niño a aquel que iría a sanar la existencia humana herida. Se inclinan, reverentes, y dejan presentes simbólicos. Con el corazón ligero y maravillados, toman el camino de vuelta evitando la ciudad de Jerusalén, pues allí reinaba una persona terriblemente belicosa.

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Lección: Dios entró en el mundo, en la noche oscura, sin que lo supiese nadie. No hay pompa ni gloria, que imaginaríamos adecuadas a un niño que es Dios. Prefirió nacer fuera de la ciudad, entre animales. No salió en la crónica de la época, ni en la de Jerusalén ni mucho menos en la de Roma. Sin embargo, ahí está Aquel que el universo estaba gestando dentro de sí desde hacía miles de millones de años, aquella “luz verdadera que ilumina a cada persona que viene a este mundo” (Jn 1,10).

Debemos respetar y amar la forma como Dios quiso entrar en este mundo: anónimo, como anónimos son las grandes mayorías pobres y menospreciadas de la humanidad. Quiso empezar desde abajo para no dejar a nadie fuera. La situación humillada y ofendida de ellos fue la que el mismo Dios quiso hacer suya.

Pero hay también sabios y hombres estudiosos de las estrellas del universo, que captan por detrás de las apariencias el misterio de todas las cosas. Vislumbran en este niño que titirita de frío, moja los pañales y busca hambriento el pecho de su madre, el Sentido Supremo de nuestro caminar y del propio universo. Para ellos también es Navidad.

Es verdad lo que se dice: “Todo niño quiere ser hombre. Todo hombre quiere ser rey. Todo rey quiere ser Dios. Sólo Dios quiso ser niño”.

Este es el lado gozoso: un rayo de luz en medio de la noche oscura. Un poco de luz tiene más fuerza que todas las tinieblas. De ahí nos viene la salvación, una revolución dentro de la evolución que, de forma anticipada, llegó a su plenitud. En fin…

Pero hay otro lado, sombrío y también trágico. Hay un Herodes que se siente amenazado en su poder de soberano por la presencia de este niño. José, atento, pronto se da cuenta de que quiere matar al niño. Huye hacia Egipto con María y el niño en su regazo, que duerme, busca el pecho y vuelve a dormir. 

Herodes es sanguinario. Para estar seguro mandó matar a todos los niños  menores de dos años de Belén y sus alrededores. Así el niño Jesús no escaparía. Entonces se oyó uno de los lamentos más conmovedores de todas las Escrituras: “En Ramá se oyó una voz, mucho llanto y sollozos: es Raquel que llora a sus hijos asesinados y no quiere ser consolada porque los perdió para siempre” (Mt 2,18).

Los Herodes se perpetúan en la historia. Entre nosotros tenemos uno que no ama la vida, que se burla del virus, que no se compadece de las lágrimas y el llanto de miles de familias que perdieron hijos, hermanos, parientes y amigos. No se sienten consoladas mientras no se haga justicia.  Niega protección de la vacuna a niños y jóvenes entre 5 y 11 años. Ellos pueden contagiarse, contagiar e incluso morir. No quiere porque no quiere, a contracorriente de la ciencia y de los países que están vacunando a sus niños. Se acostumbró al negacionismo, parece haber hecho un pacto con el virus. Se oyen voces de padres y abuelos que vienen de todas partes: “quiero la vida de mis hijos e hijas; quiero que los vacunen; quiero que vacunen a mis nietos y nietas”.

Como el faraón, ha endurecido su corazón y alimenta el propósito del Herodes del tiempo del Niño. Pero habrá siempre una estrella, como la de Belén, para iluminar nuestro camino. Por más perverso que sea nuestro Herodes no puede impedir que nazca cada mañana trayéndonos esperanza el sol, aquel que fue llamado “El Sol de la Esperanza”.

Es una alegría inaudita: nuestra humanidad, pobre y mortal, a partir de Navidad comenzó a pertenecer al propio Dios. Por eso algo nuestro ha sido ya eternizado por el Niño Divino, que nos garantiza que los Herodes de la muerte jamás triunfarán

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Feliz Navidad a todos con mucha luz y discreta alegría.

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