Por Jesús Chávez Marín
Empedernida su mente, macerada en alcohol, salió de la cantina y manejó su viejo camión materialista por la carretera de Ávalos. Palemón no tenía casa, ni familia, ni el menor asomo de amor propio; a los cincuenta y cinco años vivía con su mamá pero no le ayudaba con los gastos, al contrario, era una carga económica para la pobre anciana, quien sin embargo lo protegía como a un niño viejo, como a una criatura sin alma.
Palemón vio venir el carro de frente pero se iba quedando dormido por la borrachera y la desvelada crónica de insomnio. Entre vapores de sueño pensó, absurdamente, ahorita se desvía, se quita de mi camino, pero él venía circulando por el carril contrario de la carretera, fue inevitable el choque de frente.
El carro Datsun quedó hecho un montón de láminas y fierro como si fuera papel estrujado, el joven que venía dentro salió sangrando, con las piernas rotas. Palemón lo miró sin el menor asomo de pena ni de culpa ni de compasión, lo único que le preocupaba era echar a andar el motor de su troca para irse de allí.
Después de intentarlo con ansias, logró prenderlo, dio reversa para librar el obstáculo del carro destrozado y el hombre herido, que ya no se movía, y se fue muy apurado por escapar de su responsabilidad, tal como lo ha hecho toda su vida.
Yo dudé entre auxiliar al muchacho o perseguir al culpable y me decidí por esto último cuando vi que llegaban otras personas. Lo alcancé más adelante, cuando su troca se detuvo, porque iba fallando; por suerte pasaba por allí una patrulla de tránsito, a la que le hice señas. Fue de esa manera como Palemón fue a dar a la cárcel, no por homicidio gracias a un milagro y a los reflejos ágiles de aquel joven, pero sí por lesiones muy graves que requirieron cirugías y varios meses de cuidados. En la cárcel esperaba todas las tardes a su madre, quien le llevaba alimentos y le prometía que muy pronto lo sacaría de allí. Jamás preguntó por el accidente ni por nada más que no fuera su satisfacción inmediata.