Cuento: El Siete Leguas

Por Jesús Chávez Marín

Me pidió Mariana que la llevara con la costurera donde le estaban haciendo su vestido para la boda de su sobrino, o de su sobrina, no le puse mucha atención, y resulta que era en el barrio donde viví hasta la adolescencia. Cuando terminó, ya que le midieron todo y terminó su asunto le dije:

―Oye, vamos a tomarnos una cerveza en el Siete Leguas; queda por aquí cerca. Ella aceptó de inmediato porque siempre acepta de inmediato cuando se trata de tomar o comer cosas, ni siquiera preguntó qué era el Siete Leguas.

Es la típica cantina de barrio donde se reúnen los del rumbo a tomar cerveza hasta caer a un lado de la mesa mientras algunos juegan billar, otros ponen canciones de Cornelio Reyna y de Javier Solís en la rockola, de esas rockolas antiguas que parecen máquinas del espacio. Recuerdo que allí tomé mis primeras cervezas con mi tío Filomeno, mis primos más grandes Nan y Chunny; allí me pelié por primera vez a trancazos ya en modo profesional, o sea no los típicos tiros en la escuela a la salida, cuando un rufián quiso pasarse de listo diciéndome ay qué niño tan güerito, ¿no serás mariquita? En aquellos tiempos lejanos todavía se usaban esas palabrejas.

Cuando llegamos, típico, tres de los parroquianos eran mis conocidos y uno de ellos mi primo; me saludaban como a una celebridad porque hace poco había salido mi foto en el periódico presentando un libro.

―Qué milagro, Chuy, no te miraba desde 1995, no te haces nada, tómate unas con nosotros.

―Bueno pues, miren, les presento a Mariana.

―Mucho gusto, señorita, ¿y qué anda haciendo con este fulano tan loco. No te creas, primo, es guasa. Dígame cuáles canciones le gustan para ponérselas en la rockola.

―Ay, qué amables son tus amigos. Bueno, a ver si tienen algo de Andrea Bocelli.

―¿Y esa quién es?, no me acuerdo de ella pero déjeme buscar a ver si hay algo.

Antes que Mariana pudiera explicarle, se lanzó a la otra orilla de la cantina con un montón de monedas de cinco pesos para echarle a la rockola, programó lo que le dio la gana y volvió a la plática.

A la tercera cerveza ya queríamos irnos, pero uno de los de otra mesa sacó a bailar a Mariana y ella tiene por costumbre siempre salir, para no humillar con un “no muchas gracias en otra tanda” a nadie, así que al cuando menos pensamos ya andaba en la pista, que ni era pista sino un espacio entre la mesa de billar y la barra, entre otras dos parejas a ritmo de La Sonora Santanera.

Mis amigos me pusieron al día en las cosas del barrio donde viví 20 años, los típicos chismes: A Beto por fin lo corrieron del ferrocarril porque de plano ya no le aguantaron que manejara pistiando la máquina hasta Los Mochis y de regreso; Oralia enviudó y anda de novia con un chilango que se vino a trabajar en Leche La Vaquita, a Margarito, el dueño anterior de la cantina, lo metieron preso porque mató de un balazo a un sujeto que andaba pretendiendo a su mujer, y así, las típicas historias de barrio.

―Bueno, pues muchas gracias, señorita, baila usted divino ―le dijo el sujeto a Mariana mientras cortésmente la devolvía a su mesa después de haber bailado tres canciones.

Ella, muy educada, le dio un buen trago a su caguama y me dijo en voz baja:

―Oyes, me andaba agarrando las nalgas y me invitó a salir.

―No te fijes, mi reina, así es aquí. A la casa que fueres haz lo que vieres, pero no se te ocurra salir con ese rufián.

―Ay, cómo eres. Claro que ni loca saldría con él, le falta mucha clase.

A mi primo y a mis tres vecinos les cayó a todo dar Mariana, en cuanto veían que su cerveza estaba a la mitad, le traían otra. Le decían piropos según esto muy respetuosos, qué bonitas bubis, ese collar le queda precioso, qué a todo dar es usted, oiga, tiene mucha suerte el Chuy de andar con una ñora tan distinguida.

No nos querían dejar ir.

―Espérense, a dónde van tan pronto, al cabo que ya mero cierran, ándenle tómense la última y nos vamos a seguirla.

―No, es que tenemos otro pendiente, primo, otro día volvemos con más tiempo.

―N’hombre, Chuy, luego de tantos años sin verte esto hay que celebrarlo, la vida es corta y la fiesta sigue, no te agüites.

En eso estábamos cuando se acercó el galán de la mesa de enseguida.

―¿Cómo que ya se va, mi reina, la noche es joven, la invito a bailar unas que puse en la rockola escogiditas para usted.

―¿Cómo que mi reina, Remigio? Más respeto aquí para Chuy y damita que lo acompaña, estamos en familia ―dijo mi primo en tono de bronca.

―A ti no te estoy hablando, le estoy diciendo a ella, no te metas ―respondió el sujeto con un vozarrón.

Para esto, se acercaron a rodearlo los tres cuates de su mesa, que no le iban a servir de mucho porque dos de ellos se tambaleaban de borrachos con la mirada perdida.

Mi primo le colocó un puñetazo al galán pero no logró el nocaut, así que el otro se devolvió y le dio un patadón en una pierna mientras uno de nuestros amigos lo cubría contra los otros tres que se dejaron venir directo al pleito; mi primo tomó una silla menonita de alambrón y por fin logró descontar a primer atacante. Ya para entonces el pleito era campal y vi de reojo que la cantinera estaba llamando en su celular. Mariana estaba muy azorada con todo el movimiento, me acerqué a ella y le dije:

―Vámonos porque no tarda la policía.

―Bueno, pero ¿sin despedirnos de tus amigos?

La tomé de la mano y salimos corriendo hasta su carro y nos fuimos hechos la mocha. Cuando íbamos a dos calles de distancia vimos que venían a madre cuatro patrullas rumbo a la cantina.

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