Por Hermann Bellinghausen
— Volvió al barrio. La pandemia y las fronteras lo tuvieron atrapado lo que se dice un año, si no los 15 que parecieron tras el apagón de visitas, regresos, desplazamientos verticales y horizontales que acostumbraba sobre el pedazo de mundo que le tocó. Ni que un año fuera la gran cosa. Su padre desapareció 13 y cuando volvió él se empeñó en verlo como un extraño. Que lo era, a pesar de la remesa puntual y nunca escasa.
Para Ismael fue distinto. A su edad actual sigue sin hijos, cosa que dio de qué hablar en el pasado. Tonterías, yo que lo conozco de niños y crecimos casi juntos sé que le gustan las mujeres, incluso demasiado, pero no las de aquí, excepto Rosita. Una triste historia la de ellos. Chiquillos, sí que se quisieron, pero se la llevaron una noche y nunca nadie volvió a verla.
Como buen oaxaqueño, salió pata de perro. Entre trabajo y aventuras, lo mismo jaloneó en San Quintín que guió turistas en Monte Albán. Manejó tráiler cuatro años y conoció los 32 estados. Luego tiró al norte y le agarró gusto a la emoción del cruce y los adrenalinazos de macho en la ilegalidad. Chambeó en los apiarios de Alberta sin saber gran cosa. Pronto bajó a la costa oeste, donde hay más güeras y paisanos, y no cae nieve.
Ismael llega a una página en blanco. Muerta su mamá el año pasado, dejó de tener a quién mandar sus dólares, aunque luego envía algo a sus hermanas, a manera de pequeña sorpresa. Con su mamá no se llevó. Los chismes de que su hijo no se reproducía ni tenía novias la afectaron grandemente. Doña Hortencia temía el qué dirán, vivía para ser aceptada. Quedaba bien con el párroco, los alcaldes y los candidatos. Religiosa y mal pensada, incapaz de hablar bien de alguien que no fueran sus hijos varones, a excepción de Ismael, por quien nunca metió la mano al fuego. Discutían porque sí de cualquier cosita como si algo les hubiera picado.
Se le hizo más fácil irse que volver, como le pasa a muchos. Pero hasta en las peores vino a dar su vuelta, quedándose en casa de Tenchita su hermana mayor. Por el qué dirán visitaba a su madre, quien no salía a recibirlo, sólo le abría la puerta, y una vez adentro se dedicaban a molestarse uno al otro. Un día me contó que ella nunca le agradeció el dinero que mandaba, como si fuera su deber y punto. Lo triste es que se querían a su modo, aunque él no llegó al velorio. Coincido con Tenchita en que era el favorito, pero nunca le dio gusto en lo que ella esperaba.
Anda diciendo que volvió para quedarse. No le creo. Se instaló en la casa de doña Hortencia, donde otra de sus hermanas puso un taller de bordado pero seguía deshabitada. No creo que le guste estar entre los mismos muebles, los mismos cuadros, los mismos cubiertos, las camas. Duerme en un petate sobre un catre que le presté. La otra tarde vino y me dijo (por cierto, no somos ni parientes lejanos):
–Hermano, ¿qué les pasó? El barrio está lleno de fantasmas. La bruma del último año parece que les devoró las almas.
–Así están todos lados –le dije.
–Pues sí, pero no es lo mismo. Así como ves, soy de campo. Rolé ciudades pero no me quedé, en todas las partes que fui trabajé en el campo. ¿Creerás que allí disfruto los libros? En el campo aprendí a leer. Y en el campo no hay temores que te distraigan, sea aquí o San Joaquín.
Ismael siempre leyó. No ve tele ni pierde tiempo con el celular, es de esa gente rara que carga libros que no son Biblias ni devocionarios. Ni yo, que soy maestro. Explica que en los fields de Napa aprendió a cocinar con los paisanos a cambio de que les contara las historias que lee. Y él encantado.
–Ya me había empleado de cocinero en un restorán medio lujoso en Mendocino, cuando vino la pandemia, y lo cerraron. Volví a los campos, donde nunca faltó trabajo. ¿Y sabes? Los gringos no se volvieron fantasmas. No pueden, no son como nosotros. Allá no tienen pueblos de mujeres enlutadas ni creen que su papá es un Pedro Páramo. Sin raíz ni sentido de pertenencia, se mudan sin pedos. Pueden ser tornados o incendios, agarran y se instalan en otra parte. Por eso lo mejor que tienen son sus carreteras y sus carros.
–¿Y aquí qué vas a hacer, si lo único que tienes es una casa que no quieres?
Puso una cara chistosa y dijo:
–Me voy a dedicar a observarlos. A los fantasmas. Son como libros. No necesitas ser campesino para existir en el campo. Me vengo a ofrecer como inspector de fantasmas. Será como pizcar algo que no había recolectado.