Por Gustavo Esteva
— Estamos en uno de los peores momentos de la historia humana. No podemos, no debemos, quedarnos de brazos cruzados. ¿Qué podemos hacer? ¿Tenemos suficiente poder político para hacerlo?
Las cifras del desastre son pavorosas. Cada año, un millón de niños muere de diarrea en India. Padecen hambrunas decenas de millones de personas y casi mil millones se van cada día a la cama con el estómago vacío. Se producen sin restricciones alimentos y medicinas que enferman y matan a mucha gente. Se condena a muchos millones a una condición miserable y hasta desesperada. Los frutos del empeño colectivo se acumulan como nunca en cada vez menos manos. Y todo esto es apenas la punta del iceberg.
Pocas veces en la historia humana los grupos dominantes habían llegado a tales extremos de degradación moral y de cinismo. Apenas puede uno creer hasta dónde llegan el racismo, el sexismo y la compulsión destructiva de un régimen en que se ha exacerbado la condición patriarcal. No ha habido grupo humano con una capacidad de destrucción de su propio hábitat semejante a la de quienes hoy destruyen el planeta entero. Acaban con su propio espacio vital, que es el de todos. Los que ayer lo hicieron, a otra escala, no sabían que lo hacían. Saber bien lo que hacen no detiene hoy a quienes destruyen aceleradamente el planeta.
Lo más grave es que este ejercicio de dominación se practica con violencia creciente y sin límites. Las cifras atribuidas al virus son insignificantes ante las muertes que pueden cargarse con fundamento a la cuenta criminal de los grupos dominantes.
Aparentemente tienen todo el poder
. Serían los más fuertes. Estarían usando su fuerza política para oprimir a todo mundo y llevar adelante su gesta destructiva. En la percepción común, nadie parece capaz de detenerlos. Puede ser útil, empero, explorar otra hipótesis y considerar las opciones que abre.
Gandhi había sufrido un atentado. Su hijo le preguntó qué debía hacer si alguien quería agredirlo de nuevo. Nunca debes ser cobarde
, le contestó. Si la no violencia es la suprema virtud, la cobardía es el peor de los vicios. La violencia es el arma de los débiles. Si propongo en India la no violencia es porque 300 millones de hindúes no tienen por qué temer a 150 mil británicos. Porque son los fuertes, deben usar la no violencia. En condiciones de debilidad, debes recurrir a la violencia.
Gandhi afirma que son los débiles quienes tienen que recurrir a la violencia. Que a veces no les queda otro remedio. Tiene razón. Puede ser útil aplicar este razonamiento a las condiciones actuales. ¿Dónde estarían la fuerza y la debilidad?
Quienes hoy llamamos zapatistas habían recurrido a todo. Probaron la organización económica, la social, la política. Hicieron múltiples llamados, como el de aquella marcha de 2 mil kilómetros… Nadie los escuchó. Ni la sociedad ni el gobierno. Y seguían muriendo de hambre y enfermedades curables. Como eran claramente los débiles, tuvieron que recurrir a la violencia. Su insurrección, empero, convocó a la llamada sociedad civil
. En pocos días se convirtieron en los fuertes.
Una y otra vez intentaron negociar con las autoridades desde ese poder político. No lo perdieron, aunque los hayan traicionado una y otra vez y se les ataque continuamente. Siguen siendo los fuertes. En el mundo entero hay millones que no dejan de escucharles. Sus ideas y sus prácticas siguen inspirando a mucha gente, que se deja gobernar por ellas.
Lo vemos ahora, cuando La Montaña cruzó el océano y Tierra Insumisa, como se llama ahora lo que antes era Europa, les abre cálidamente los brazos. Cientos de colectivos se preparan en 30 países para recibirlos. Se producen movilizaciones inesperadas. Los pasaportes zapatistas que portan los viajeros establecen con claridad que no llevan armas ni participarán en nada que las convoque. No apelan a la violencia. Muestran con claridad una forma original de ejercer el poder político.
En la era neoliberal, el poder político de los gobiernos, su capacidad concreta de gobernar pensamientos y comportamientos, se redujo continuamente. En 2020, provocaron un miedo profundo y general para revertir el proceso. Lograron obediencia sin precedentes. Incluso aquellos que estaban en rebeldía se plegaron a normas y dispositivos sobre el virus que impusieron los gobiernos. Con la violencia, con la policía y el Ejército, se puede destruir a un pueblo, pero no gobernarlo. Algo semejante pasa con el miedo. Se puede provocar parálisis, ansiedad, temor. Pero no gobernar. Hasta ese recurso extremo, además, se está agotando. Las estructuras ya no saben qué hacer para mantener alguna apariencia de gobierno.
Abajo, mientras, se extienden las capacidades concretas de gobernarse. A menudo por estrictas razones de supervivencia, la gente se reinventa y cambia sus maneras de pensar y actuar. Se junta con otras, otros que están también en un ejercicio autónomo y poco a poco se tejen entre sí insumisos y rebeldes. Es útil explorar bien dónde están hoy las fuerzas y las debilidades políticas, la capacidad de resistencia y conducción, la posibilidad misma de detener el horror.