Por Hermann Bellinghausen
— Hay un pesimismo reaccionario que se va por la fácil, hoy que es tan fácil ver negro o muy gris el futuro humano. También en México, las prospecciones pesadillescas ocupan el lugar que alguna vez tuvieron los melodramas románticos, aunque superadas por las series de narcos con su visión derrotista del presente o el pasado reciente. Resultamos una nación de criminales, corruptos, cobardes y sicópatas, y en consecuencia un país de víctimas. Ante el exasperante maniqueísmo del debate político actual, como bien saben los youtubers lo más sencillo es dictaminar: todos son iguales
y agarrar parejo, sin rigor ni compromiso, ni lo que pudiéramos llamar empatía social.
Esto es lo que exhibe Michel Franco en su película Nuevo orden (México, 2020), en un nivel más prestigioso que el cine comercial de derecha, ese vinculado a las televisoras y la industria del espectáculo que rara vez figura en los recuentos de un glorioso cine nacional, que siempre se ha sentido nacionalista, progresista, si no de izquierda, de Buñuel y el Indio Fernández a los setentas con Ripstein, Fons, Cazals y Leduc, y de ahí tendido hasta el cine actual más o menos independiente. Tanto más ahora que crece el número de autoras y de cineastas que son indios
de verdad. Las narraciones del cine progresista tratan de ser siempre interesantes y ejemplares, a riesgo de convertirse en sermón.
Nuevo orden postula que todos los mexicanos, tantito que nos soltemos, somos unos hijos de la chingada. Aunque parezca desapasionada y neutral, la película delata su verdadera raíz desde las secuencias iniciales de una boda lujosa, como de telenovela. A lo largo del relato, serán esos personajes ricos los que verdaderamente importen, el resto mata o muere, como en un videojuego. El filme causó controversia, lo cual es bueno para la promoción comercial, y ganó los premios correctos. Que sea ofensivo es secundario (ofensiva
fue Los olvidados, 1950, sin olvidar el sainete nacionalista de Jorge Negrete, ni su triunfo en Cannes). Lo medular es que nace de una presunción falsa: una improbable revuelta popular (imágenes tipo marcha feminista o encapuchados agresivos) que prende como un virus apocalíptico y se adueña de la población, que sale a robar y saquear a la voz de ya. Veremos el resentimiento desbordado de la vieja mucama de la residencia, al aprovechar el ataque vandálico durante la ceremonia nupcial de la güerita de la casa para robar con voracidad casi cómica joyas y objetos de valor mientras su patrona muere a sus pies, arrodillada sobre la caja fuerte, con un tiro en la nuca, bañada en sangre, cuando el caos plebeyo es total. Pero el odio a los ricos no es mayor que el odio entre iguales.
Los asaltantes parecen venir de un gotcha, pues la ciudad insurrecta padeció nubes y cubetadas de pintura verde y rosa. En lo que dura el trágico after party de la boda, el horror se adueña de las calles y se instala el nuevo orden de un difuso golpe militar sin rostro, más cruento que Pinochet. Más indiscriminado. Los soldados, que a ratos se comportan como milicianos o sicarios, son unos vulgares secuestradores que sacan información económica de los plagiados, cobran el rescate mientras los y las violan y vejan, para al final de cualquier manera eliminarlos. La solidaridad no existe, salvo en ciertas lealtades malogradas del sirviente al patrón y en las complicidades siempre afectuosas de la patronal bajo asedio.
Vagas demandas de justicia
, si acaso una manta mal colgada del campanario de San Juan Bautista en Coyoacán (un set favorito de las televisoras), donde vemos un campamento más del desastre en que se hundió la ciudad. No toma casi nada que se desate la guerra, y para que calemos que la violencia es nacional un noticiero nos informa lo que está ocurriendo en Coahuila al toque de queda.
Afiliándose al negativismo nihilista que practican con éxito Michael Haneke o François Ozon, Franco derrumba el castillo de naipes llamado México a partir de medias verdades y el retrato demasiado fiel de las pesadillas burguesas del día que los pobres bajen del cerro a comernos. Masificación de la tortura, cosificación de las personas, ejecuciones sumarias y piras de cadáveres como basura. Supone Nuevo orden que en México no existen redes comunitarias o lazos colectivos, los cuales no se romperían por una mera jornada de protesta y represión. Simplemente asume que la envidia de los pobres es inevitable y de nada sirve ser amigables con ellos, si al final son unos ingratos.
E. M. Cioran escribió en Desgarradura: Avanzamos en masa hacia una confusión sin analogía, nos levantamos unos contra otros como deficientes convulsos, como marionetas alucinadas, porque una vez que todo se ha vuelto imposible e irrespirable para todos, nadie se dignará vivir excepto para liquidarse. El único frenesí del que aún somos capaces es el frenesí del fin
. Se antojan pertinentes unas líneas de la inusitada réplica de George Steiner: “La palabra clave aquí es ‘fácil’. En la totalidad de las jeremiadas de Cioran hay una facilidad de mal agüero. No se requiere ningún pensamiento analítico, ningún rigor ni claridad de argumentación para pontificar sobre la ‘bobería’ y la ‘gangrena’ del hombre y sobre el cáncer terminal de la historia”. Tan-tan.