Partidos líquidos, ciudadanía mínima

Por Víctor M. Quintana S.

— Si bien el Covid-19 amenaza al proceso electoral en ciernes, lo que más priva de oxígeno a nuestra democracia son los peligros reales que enfrenta en la actualidad.

En primer lugar, los factores que conspiran contra nuestra facultad de reflexionar, analizar las cosas con autonomía y emitir nuestra opinión con sinceridad y libertad: el alud de la información que nos atropella, sobre todo a través de las redes sociales, los envíos y los renvíos que nos impiden analizar, reflexionar con calma, confrontar lo que recibimos, que aboyan el filo del pensar crítico. El espacio público se estrecha, pierde oxígeno al irse alineando entre posturas polarizadas, que permiten poco el debate, que buscan ordenar de manera binaria las opiniones. El maniqueísmo parece dominar los discursos de los partidos y candidatos contendientes, incluso desde las campañas internas partidarias. Para colmo, los medios masivos nos atiborran de mensajes de partidos políticos y organismos electorales en cada corte de la programación sin parar en la saturación y el aburrimiento de los públicos que provocan.

Los eslóganes, los espectaculares, las caricaturizaciones del adversario, la ausencia de verdaderos debates son llamados al pensamiento mínimo. Al ciudadano, salvo de ciertas consultas amañadas, no se le pide opinar, participar. Se le demanda el apoyo total e incondicional a una opción expresada al cruzar un emblema o un nombre en la boleta de votación, como si se firmara un cheque en blanco al beneficiado por el sufragio. Esa es la democracia digital y no porque se vote por medios electrónicos, sino porque su máxima expresión es usar los dedos para tachar con un crayón.

Así, la renuncia voluntaria o involuntaria a pensar por uno mismo o la renuncia impuesta por los mecanismos de avasallamiento con datos, por las redes sociales y por las formas excluyentes o medios incluyentes de hacer política van restringiendo de facto los derechos de ciudadanía.

Hacia allá también apunta el proceso de los partidos políticos. Han devenido en partidos líquidos, en la medida en que la búsqueda de poder a toda costa se ha convertido en el objetivo principal de ellos. Se convierten en organismos cachatodo donde la solidez ético-ideológica pasa a segundo término, si bien le va. Su discurso deja de ser un modelo que ayude a la gente a entender bien lo que está pasando y le ofrezca una alternativa coherente y viable, y se convierte en una serie de fórmulas de descalificación automática del adversario. El ir y venir de personajes entre una y otra formación partidaria torna líquidos los procesos político-electorales. Aunque hay procesos de formación político-ideológica no se les exige someterse a ellos a los cuadros que el oportunismo hace migrar de otros partidos. Una es la ideología proclamada y otra la realmente operante, una la ética predicada y otra la que preside la toma de decisiones. La mayor parte del tiempo se emplea en procesos electorales constitucionales o internos. La cercanía a los problemas de la gente, a la construcción de soluciones junto con ella se ha ido perdiendo y cuando las organizaciones de base, no partidarias realizan esta labor, desde la arrogancia se les tacha de inmediatistas y ­prepolíticas.

Dos casos actuales ilustran lo anterior: actualmente la precandidata al gobierno de Chihuahua por el Partido Acción Nacional y el precandidato al gobierno de Guerrero por Morena enfrentan serias denuncias judiciales y emplean toda suerte de artimañas legaloides para sortearlas, en lugar de abiertamente dar la cara a la ciudadanía y responder con verdad a las acusaciones. A pesar de ello, los partidos que los postulan, los siguen apoyando porque encuestas favorables matan verdad y matan justicia.

Tres son las víctimas de esta manera de proceder: la verdad, el pensamiento crítico propio y la misma ciudadanía como conjunto de derechos. La primera cede lugar a la posverdad, a lo verosímil, al texto sin el contexto. El segundo, se amordaza desde su mismo nacimiento, ya no digamos en su expresión, ahora con la amenaza cumplida de la censura en las redes sociales. En tercer lugar, la ciudadanía. Con tales restricciones al pensar, al opinar, al analizar para tomar una decisión, con ese menosprecio que se le tiene por parte de las élites partidarias, se convierte en una ciudadanía mínima. Se va generando un amplio conjunto de personas sometidas a tres imperativos autoritarios, parafraseando a Marcelo Colussi:

¡Trabaje y no proteste; consuma y no piense; vote y no cuestione!

¿Lo aceptaremos sin ­chistar? ¿Tendremos capacidad de ­rebelarnos?

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