Por Gustavo Esteva
— No es sólo el fin del año. Termina un ciclo, una era, una época. No es el predicamento de Gramsci, cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Son los predicamentos por la muerte de lo viejo y las formas de lo nuevo.
Ante todo, debemos reconocer lo que hicimos, un terricidio. Liquidamos el clima que teníamos. La destrucción de seres vivos e inanimados, de plantas, animales y personas, lo mismo que de suelos y aguas, es tan atroz como inconcebible. Una avidez inmoral e irresponsable de corporaciones y gobiernos causó esa destrucción y creó adicciones que nos hacen cómplices del crimen cotidiano, pues persisten patrones de consumo y modos de vivir que pueden hacer incompatibles con la vida humana las nuevas condiciones climáticas. Es un comportamiento suicida y criminal a la vez.
Son evidentes los síntomas de esa catástrofe, aunque se le siga negando. Se niega aún más la del mundo sociopolítico, en que los crímenes son aún más graves pero no es igualmente evidente la liquidación de lo viejo. Cuando muere un régimen, sus rituales, ilusiones y signos permanecen por siglos y generan la impresión de que sigue ahí lo que ha muerto. Existen aún reyes y reinas y con ellos la mentalidad monárquica, aunque ese régimen haya terminado hace mucho tiempo. Quienes quieren alimentar la ilusión de que todo sigue igual se ocupan ahora de montar los rituales de costumbre para que la gente actúe como si el cadáver estuviera vivo.
Tenemos aún, por ejemplo, ejercicios electorales. Nunca fueron auténtica democracia. Da pena observar que se sigue considerando el voto como nuestra más importante acción política y también pensar que hasta cuando el voto funcionaba sólo producía gobiernos de la mayoría; nunca expresó la voluntad colectiva. Debe preocuparnos que muchas personas sigan creyendo en esos ejercicios, cada vez más ridículos e inútiles; no perciben cómo contribuyen así al ejercicio autoritario, a darle una pobre apariencia de legitimidad.
Hay aspectos más complejos que no es fácil percibir. El individuo, una de las creaciones de la era moderna, fue base de la operación capitalista y definió su forma política en el Estado-nación. Esta construcción social ha perdido fuerza y vitalidad y se desvanece a cada paso. Las personas se reconocen cada vez más como nudos de redes de relaciones y las células que forman la existencia social dejan de ser individuales. La obsesión del actual gobierno por dar forma individual a todos los programas sociales, haciendo a un lado todas las formas colectivas o comunales de existencia, es síntoma adicional de su arraigamiento en formas obsoletas de operación. Es especialmente peligroso su diseño para destruir y vender el sureste en nombre del desarrollo y el progreso, con dispositivos cada vez más autoritarios. Tal como abre la frontera a desechos tóxicos que China rechazó, intenta implantar desechos económicos, sociales y políticos en abierta decadencia.
El mundo nuevo aparece en dos formas antagónicas. Una es aún peor que la del mundo que ha muerto. Se basa en la acumulación sin precedente de riqueza en pocas manos, el despojo destructivo generalizado y la implantación de una sociedad de control, puesta a prueba con el pretexto del virus. Orwell se quedó corto ante lo que se nos vino encima. Es una dominación atroz, que ejerce en forma enloquecida una élite inmoral e irresponsable cada vez más cínica. Destruye por igual naturaleza y cultura, el tejido social lo mismo que las capacidades autónomas. Causa ya hambre, angustia y duelo en millones de personas y sus daños serán cada vez más graves, en medio de la violencia mafiosa, corrupta y creciente que es su forma natural de existencia.
La otra forma del mundo nuevo refleja un aprendizaje de siglos sobre las maneras de ejercer la condición humana. No es utopía o doctrina, sino un mundo de muchos mundos, como dicen los zapatistas. Millones de personas, en muy diversos contextos urbanos y rurales, han empezado a construir innumerables modos de vivir dignos, que respetan a la vez naturaleza y cultura. Se comprometen a ras de tierra con su espacio inmediato, concreto, que es el único en que podemos actuar políticamente con sentido propio. Pero no las impulsa un ánimo localista. Se entrelazan al mismo tiempo con otras y otros que en todas partes realizan un ejercicio semejante. Resisten así los horrores que nos acosan y reparan los daños que hicimos en todas las dimensiones de la realidad.
Sería ridículo o loco adelantar vísperas y cantar victoria. Tenemos ante nosotros toda suerte de horrores. Acechan el hambre, el dolor y el duelo para muchos millones de personas. Será imposible impedir muchos aspectos de la destrucción en curso. Es tiempo de desobediencia y lucha, lucha incesante, cotidiana, lucha como forma de vivir. Sin embargo, necesitamos reconocer que es también tiempo de celebración. Tendremos un año realmente nuevo. Reinventarnos creativamente se ha vuelto condición de supervivencia general. Estamos obligadas y obligados a hacerlo. Así podremos generar la fuerza que hace falta, con el ánimo y las capacidades suficientes ante los desafíos que nos esperan.