Historia de dos ciudades

Por Hermann Belllinghausen

—-Finales de agosto, 1968. Hermanadas por las protestas juveniles y la represión callejera, Chicago y México están ocupadas por fuerzas armadas y los estudiantes se ven obligados a combatir. Allá se realiza la desastrosa Convención Nacional del Partido Demócrata (DNC, por sus siglas en inglés, 26 a 29 de agosto), donde a pesar del fuerte clamor libertario, el partido decide, como siempre, cuidarse el trasero, continuar la guerra en Vietnam y pavimentar el camino al triunfo republicano de Richard Nixon, mientras el alcalde Richard Daley abate la violencia de sus policías (“pigs”) sobre los jóvenes llegados de todo Estados Unidos. Simultáneamente, Ciudad de México es escenario de una represión en ascenso, que hará de septiembre el mes más sangriento.

En el centro de nuestra ciudad, el 29 de agosto se desatan las corretizas de la policía y el Ejército contra politécnicos y universitarios. Se propagan rumores por anónima vía telefónica de que escasearán la gasolina y los víveres. Embotellamientos, compras de pánico, recelo. El día 31, vísperas del sacrosanto Informe Presidencial, el Consejo Nacional de Huelga (CNH) demanda cesar el virtual estado de sitio en la ciudad.

A pesar de los asesinatos de Martin Luther King y la estrella demócrata Robert Kennedy, la esperanza de parar la guerra y profundizar la defensa de los derechos civiles conduce a Chicago a miles de universitarios, Panteras Negras, coaliciones y grupos alternativos. Por favor ven a Chicago, cantaría Graham Nash, nadie lo hará por ti. También abran las puertas, la justicia está muriendo. Adentro de la Convención, Aretha Franklin canta el himno nacional. Afuera, MC5 de Detroit calienta la rebelión. Phil Ochs es el único cantante folk que se la rifa, y va a la cárcel. Allen Ginsberg encabeza una marcha en el parque Lincoln. La brutalidad antijuvenil y antinegra de la policía y la Guardia Nacional pone en marcha el desencanto y la radicalización, eventualmente armada y clandestina, de los Weather Underground. Un proceso equivalente, de mucho mayor alcance, se incubará en México tras la estela del aún lejano 2 de octubre.

En Chicago, para el día 28 las protestas pacíficas se abren a la confrontación. Son emblemáticas las fotos de policías cargando contra jóvenes inermes, y también las de estudiantes con cascos de futbol, garrotes y cocteles molotov. Cientos de policías reparten garrotazos e impregnan las calles y las masas con sus gases. Detienen a cientos de manifestantes. Unos días más tarde en México los gases impregnarán las escuelas y las calles politécnicas en el Casco de Santo Tomás y Zacatenco. Pero antes, el primero de septiembre, Gustavo Díaz Ordaz dedica un tramo de su mensaje a la nación para descalificar a los estudiantes y soltar la patraña de que pretenden impedir las gloriosas Olimpiadas, versión que a lo largo de septiembre repetirán ad nauseam los medios, hasta desembocar en la masacre de Tlatelolco y los silencios del miedo.

En Chicago, agosto termina muy mal. El brutal alcalde Daley es contundente: Ley y orden a sangre, gas y fuego ante el formidable desafío juvenil. Los yippies (Abbie Hoffman, Jerry Rubin) nominan a un cerdo para presidente. Bobby Seals, fundador de los Panteras Negras, en sus arengas no deja de llamar cerdos a los policías y sus superiores. Ellos, junto con Tom Hayden, Dave Dillinger y otros, devendrán los célebres Ocho de Chicago, juzgados estrepitosamente durante 1969 por incitar al motín y culpándolos de la violencia en Chicago.

Acá, Díaz Ordaz extiende una mano teatralmente, y esconde la otra. Advierte que dispone de la totalidad de la fuerza armada y amenaza: Hasta donde estemos obligados a llegar, llegaremos.
Después del sagrado Informe se agudiza el castigo por el muy original delito de disolución social. El eterno Fidel Velázquez amaga con soltar a sus obreros contra los agitadores. El 2 de septiembre el CNH responde: No vamos a dialogar con la presión de los tanques y las bayonetas encima de nosotros… retiren los tanques de las calles… y entonces estaremos dispuestos a debatir, antes no. El rector Javier Barros Sierra queda arrinconado. Los tanques no se van, al contrario. Y para los politécnicos se avecinan las terribles batallas de septiembre, nunca suficientemente recordadas.

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