García-Chávez: El fanfarrón Noroña y la censura

Por Jaime García Chávez

La censura, donde se instale con todos sus fueros, siempre se ha propuesto que sólo y únicamente haya la “verdad del Estado”, de la clase política apoltronada en el poder, y/o en las iglesias que profesan dogmas e intolerancia.

Este pequeño racimo de ideas se ha constituido en el cuerpo de una de las banderas principales del liberalismo político, y es la libertad de expresión, que en los códigos contemporáneos, incluido el mexicano, se le pone límite cuando ataquen a la moral, la vida privada de las personas, derechos de terceros, o cuando provoque un delito o perturbe el orden público.

Marx dijo que en la declaración fundamental se establecían las libertades, y más abajo en el texto, las excepciones que la nulificaban.

En México debemos al liberalismo la proscripción de la censura, sobre todo, de la censura previa. El poder ha evadido el ácido que puede dañarlo con el ejercicio de la libertad de expresión cuando es crítica y toca agendas sensibles a la sociedad que pueden derivar en impugnación tenaz al establishment y además lo ha hecho comprando a los medios de difusión para propalar su verdad única, y se ha llegado al extremo de asesinar periodistas sin importar su nivel de influencia.

Esto lo hemos padecido en el México contemporáneo y se ha traducido en un bozal de oro para contener la crítica periodística en todas sus expresiones.

Está claro que la libertad de expresión no evade la polémica cuando chocan los intereses o simplemente colisionan dos o tres visiones del acontecer político y social. Así, es frecuente que la crítica, sobre todo la más abierta, se caracterice por ponerle nombre y apellido a los poderosos, de los cuales se espera, como se dice en el argot mexicano, que tengan la piel gruesa porque no es infrecuente la presencia del abuso, la soberbia, o llanamente la intolerancia a cualquier cuestionamiento sin importar la profundidad del mismo.

Idealmente todos quisiéramos que se respetara la libertad de expresión y que ante la discrepancia, el poder empezara por reconocer sus errores, sus entuertos, y que las polémicas que pudieran establecerse fueran fecundas para la obtención de la claridad de lo que está circulando en los medios.

Aquí los usos están muy decantados: hay cínicos que “aguantan todo” y que sostienen la perogrullada de que lo importante es que se hable de ellos sin importar los contenidos y los conceptos, llegando al exceso de asumirlo como “publicidad gratuita”. Los hay taimados, que van almacenando en su portafolios las críticas para vengarlas con posterioridad, sea retirando apoyos o de plano asesinado arteramente a periodistas.

Por excepción también los hay quienes saben digerir la crítica y en ocasiones la replican en un ejercicio de libertad. Son rara avis in terris.

Esto se vuelve más complejo con la presencia de lo que se ha dado en llamar “las pequeñas soberanías”; otros le han dicho “factores reales del poder”, que no están sujetos ni a la Constitución ni a Ley alguna, que actúan por su cuenta y a discreción. En este tiempo mexicano, se llama “crimen organizado”, que puede ultimar a cualquier persona y que ha borrado del mapa a periodistas privándolos de la vida.

Finalmente, hay políticos que se consideran intocables (en mi pueblo se les dice divinas garzas envueltas en huevo) y estos son los más peligrosos porque son utilitariamente hipercríticos que no admiten reproche alguno, de lengua larga, de retórica barata cargada de pésimos adjetivos, la insolencia de la tribuna y que además, conforme a una práctica arcaica del parlamentarismo, irrecusables por sus opiniones. Son los petulantes de siempre que sólo aspiran a vivir en el Diario de los Debates, los poseedores de la verdad única.

Son aquellos que pueden denostar, insultar, calumniar, burlarse, pero no aguantan para sí la más mínima amonestación. Lo más grave de esta circunstancia es que con el apoderamiento de la palabra por el Estado y su clase política, a los ciudadanos inconformes no les queda más que desahogarse en encuentros ocasionales en aeropuertos, en autoservicios, restaurantes o mítines.

He de decir que no comparto esas conductas, pero me las explico en medio de una política de polarización inducida que agobia a todos, a los que sufren los denuestos y a los que las replican en la más mínima oportunidad.

En esto el senador Gerardo Fernández Noroña es viajero frecuente. Él sí puede imprecar a quien le venga en gana, con una característica especial: quien lo cuestione le debe pedir perdón y ofrecerle disculpas.

Fernández Noroña es la continuación de la retórica lopezobradorista y un indicador de cómo están las cosas en el país: intolerancia, soberbia y censura. Del desconocido abogado que le pidió perdón públicamente, ni hablar, es un actor de reparto.

Si alguien cree que el comportamiento de estos políticos con poder tiene algo que ver con la izquierda democrática, está más que equivocado.

Parafraseando a Cicerón: hasta cuándo, Noroña, abusarás de nuestra paciencia.

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Jaime García Chávez. Político y abogado chihuahuense. Por más de cuarenta años ha dirigido un despacho de abogados que defiende los derechos humanos y laborales. Impulsor del combate a la corrupción política. Fundador y actual presidente de Unión Ciudadana, A.C.

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