Ortiz-Pinchetti: Mis cataratas

Por Francisco Ortiz Pinchetti

Alguna vez –hace ya varios años–, visité con mi querida Becky las cataratas del Niágara, en la frontera entre Estados Unidos y Canadá. Llegamos a ellas desde Montreal y disfrutamos un paseo en barco, que incluye un baño refrescante con la brisa intensa que despiden las cascadas, cuya altura supera los 52 metros. Su impresionante caudal de agua está dividido en tres cascadas (la Herradura, la Americana y la Velo de la Novia), lo que las convierte en un espectáculo natural de gran belleza. De poco sirve la manga o impermeable que ahí te proporcionan: aun forrado  te das una buena empapada, que finalmente se disfruta.  La pura verdad es que fue una experiencia muy divertida, inolvidable.

He oído de otras cataratas portentosas, como las del Iguazú en Argentina y Brasil, las Victoria, en Zambia y Zimbabue, en África o las de Tugela, en Sudáfrica; pero nunca he tenido la oportunidad de visitarlas ni siquiera en película.

Me entero también que en la Antártida existen –entre icebergs de formas fantásticas y acantilados de hielo imponentes con picos negros de más de tres mil metros de altura–, las llamadas Cataratas de Sangre, uno de los monumentos naturales más misteriosos y, sin duda más sangrientos del llamado Continente Blanco. Se trata de un flujo de salmuera —en otras palabras, agua híper salina— que brota del extremo norte del glaciar Taylor. Recibe su nombre “por su impactante color rojo, que tiñe el hielo y el suelo morrénico que bordea el lago West Bonney, –leo–, formando un abanico carmesí… bastante macabro”.

Hace poco más de un año supe para mi sorpresa que tenía mis propias cataratas. Y que no eran precisamente hermosas. Además, amenazaban con dejarme más ciego que don Luis Braille. Su origen  no tiene mayor misterio: con el paso de los años se nos forman en los ojos –“como un velo”, explican los oftalmólogos–  y llegan a afectarnos la vista. Así de humano y cruel. Se pueden tolerar durante más o menos tiempo, quizá sin mayores problemas; pero muchas veces llegan a ser tan invasivas que no queda más remedio que meterles cuchillo, como se dice, para retirarlas y en ocasiones colocar de paso un lente artificial en lugar del cristalino ya opaco. Ignorante como es uno, durante décadas pensé que esa intervención quirúrgica equivalía casi a un trasplante de ojo o algo por el estilo; sin embargo, he venido a enterarme que es más complicado sacarle a uno la muela del juicio que desaparecer una catarata. Y que puede uno salir del quirófano prácticamente por su pie e irse a su casa luego de platicar un rato con el paciente de al lado sobre su operación de vesícula.

Resulta que eso de las cataratas es una enfermedad sumamente extendida en todo el mundo. La OMS estima que casi 18 millones de personas están ciegas a causa de ese mal. En México son la principal causa de ceguera reversible y afectan principalmente a personas mayores de 60 años. Se estima, porque no se tiene la certeza, que uno de cada tres casos de ceguera se debe a ese mal progresivo e inicialmente inofensivo que va cubriendo como con un tenue velo nuestros ojos. Unas 760 mil personas viven con esta condición, con 47 mil 600 nuevos casos cada año. Es más frecuente en las mujeres que en los hombres, sabrá Dios por qué.

Hace cuatro meses, en diciembre pasado, me sometí a una primera intervención ocular, durante la cual me retiraron la enorme y vieja catarata que vivía tan campante en mi ojo derecho. Para mi sorpresa, tardó más la enfermera en hacerme quitar la ropa y ponerme una bata azul más desgastada que la voz de Joaquín Sabina que el médico en tirárseme encima bisturí en mano y convertir mi catarata en un recuerdo no precisamente feliz. De pilón, me colocó el dichoso lente artificial a través de la misma incisión que usó para extraer el bicho horrendo. Todo en exactamente ocho minutos. Claro, previamente, la anestesista que lo asistía me pasó un sedante con el suero que me permitió ser relajado espectador de mi propia extirpación, sin inmutarme. Ni el mínimo asomo de dolor, ni siquiera alguna molestia pasajera. Como en Dinamarca, vamos.

Luego de regresar a la sala de recuperación en la misma camilla en que había llegado, tripulada por un camillero que nada tiene que pedirle a nuestro admirado Checo Pérez, me percaté que efectivamente me habían hecho algo en el ojo, porque lo tenía cubierto con un parche. Sólo 24 horas me duró el gusto de jugar al pirata, porque al día siguiente el propio cirujano me lo quitó y con un “¡listo!” me dio de alta a la vez y me corrió de su consultorio.

Debo aceptar que además de la magnífica atención que recibí, el resultado de la intervención me sorprendió. No sólo por la recuperación de la visión nítida a distancia, lo que ya sería bastante para estar satisfecho, sino también porque redescubrí el colorido maravilloso de mi entorno, especialmente de los árboles, las flores, las nubes blanquísimas. Además de una espectacular luminosidad. ¡Y apenas era un ojo!

Quedó pendiente el retiro de la catarata de mi ojo izquierdo, que en principio se realizaría 15 días después. La espera sin embargo se prolongó por semanas y semanas, y cumplió cuatro meses antes de que mi querido oftalmólogo de cabecera me anunciara por fin que podría programar mi segunda operación en 10 días. “Nos lo echamos el viernes 4 de abril”, dijo visiblemente emocionado, conmovido diría yo, sin el menor asomo de sadismo.

Vale aclarar que la tardanza no se debió a una cuestión de indolencia como podría suponer cualquiera en tratándose del sistema mexicano de salud, sino a cuestiones meramente presupuestales… que es más o menos lo mismo. Ocurrió que a fin del año pasado se acabó la lana y tuvieron que suspender las cirugías en ese hospital de especialidades del IMSS en que me atienden. “Todavía nada”, me repetía desalentado y con un dejo de tristeza infinita el cirujano temporalmente frustrado, cada vez que asistía a mi cita con él.

Como no hay plazo que no se cumpla, llegó el momento feliz de la programación de mi cirugía complementaria, gracias a lo cual es muy probable que alguno de mis tres lectores (bueno, cuatro, con el que se incorporó por error la semana pasada) lea estas líneas mientras yo estoy, como dicen los toreros, en el hule.

“Al otro día, usted mismo se quita el parche del ojo, y listo”, me instruyó previamente el propio cirujano, con la misma sangre fría que con que doña Claudia opuso serenidad y paciencia ante la amenaza arancelaria del loco Trump. Así lo haré mañana. Válgame.

DE LA LIBRE-TA

VOLVER A VERTE. Afortunadamente, el tema de las cataratas es ahora motivo de atención por parte de las autoridades sanitarias de nuestro país. Vaya. Recién se ha implementado un programa denominado “Ver por México”, para su atención masiva mediante cirugía sin costo, en las 32 entidades federativas. Está dirigido específicamente a personas mayores de 60 años con cataratas diagnosticadas. Incluye el proceso completo: registro, valoración, cirugía y seguimiento oftalmológico.  Para recibir atención hay que registrarse por Internet en cataratas.atdt.gob.mx. ¡Y listo! Suerte.

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