G. Ángeles: Edad

Por Guadalupe Ángeles

El lunes pasado fui a cenar con V. Me deslumbró descubrir que ya no tengo libido. La forma en que vestí la vez pasada que cenamos en ese restaurante y la de este día fueron diametralmente opuestas. En aquella, quizá con dos años de diferencia entre una y otra; fui con un pantalón de mezclilla y una blusa rosa escotada; ahora llevé un vestido negro abotonado casi hasta el cuello, mallas y botas del mismo color.

Nuestra conversación (casi toda dedicada a ponernos al día) versó sobre sus estudios recientes y sus obsesiones que ya cuentan con residencia estable en su vida desde hace varios años.

Mi sensación de ser observada en ese lugar fue idéntica a la percibida en la ocasión anterior, debida seguramente a que él es habitual en ese sitio elegante y oscuro ‒compra ahí todos los años las cenas de navidad y año nuevo‒, pero no solo por eso, tanto el dueño como uno de los meseros preguntó si yo compartía la misma profesión que él (dato innecesario, pienso, para una mejor atención a los comensales).

Cierto es que volvió a agradarme la forma en que movió su silla y se acomodó para escucharme con toda su atención cuando decidí relatarle una confidencia algo anodina. No era que él hubiera cambiado un ápice. No. Era la conciencia de mi edad y la suya (recibió el abrazo del mesero de buen grado cuando le dijimos que días antes cumplió años ‒dato inverificable por mi parte).

Saber que cuando él nació yo ya tenía nueve años me hacía parecer ridícula. También esa conducta absurda de permitirle decidir el menú.

Hizo un movimiento con sus manos, en contacto con su propio cuerpo que yo hago siempre, ver eso, que quizá debiera habernos hermanado, me llenó de una especie de nostalgia totalmente fuera de lugar.

Por supuesto que me alegré de los logros que me compartió y lo escuché con agrado, como siempre, aunque ahora se me escaparan algunas palabras de su plática por mi incipiente sordera que, por una especie de coquetería tonta, no habría de revelarle.

Fue una buena velada, la conversación fluyó como siempre entre nosotros, cálida y amena. La apenas perceptible sombra que marcó la diferencia esa noche fue comprender que ya no lo deseaba, pero lo verdaderamente deslumbrante de ese hallazgo fue la certeza de que sentiría eso con cualquier otro hombre, como si fuera capaz de predecir el futuro, enquistado como estaba en mí el recuerdo de un amorío tan ridículo como imposible y debido a ello cancelado para siempre, ¿mi sentir? Acaso fuera solo un umbral que naturalmente debía cruzar y del que fui consciente mientras un taxi me llevaba al silencio de una noche insomne, en la que metafóricamente con los ojos muy abiertos, descubrí que quizá tras el sueño amanecería para vivir el primer día de mi (hasta entonces imposible) vejez.

 

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