Por Gustavo Esteva
—Ocurrió lo esperado, pero de manera sorpresiva y sorprendente.
Lo más sorprendente es que se instalaron casi todas las casillas y se realizó la votación en forma pacífica, en uno de los procesos electorales más violentos de la historia del país, en un país destrozado por la violencia y bajo amenazas de enorme brutalidad que se manifestaron hasta el 30 de junio.
Tardaremos en saber por qué. Es posible que sea una de las dimensiones de lo que parece un hecho: el hartazgo de amplias capas de la población se expresó yendo a votar y haciéndolo por AMLO. El mismo descontento generó gran participación ciudadana en la vigilancia y organización de las votaciones. El aparato oficial no logró los votos ni echar a perder la jornada. No quiso o no pudo.
No parecía previsto en el ritual que los candidatos perdedores aceptaran tan rápidamente su derrota. El espectáculo que ofrecieron el INE y el Presidente fueron largamente ensayados: era un guion establecido. El discurso de AMLO, sobrio y preciso, tenía los elementos que había pensado por décadas. Consolidaron así el ritual largamente preparado. Los rituales generan las creencias, no al revés.
Se generó una creencia muy general de que el procedimiento electoral funciona. No había confianza en él; la gente lo sabía amañado. Las infinitas trampas de esta ocasión confirmaban el prejuicio general. El ánimo de millones que vencieron sus reservas tendrá consecuencias.
Se generó una doble ilusión: que la mera agregación estadística de apuestas individuales puede formar una voluntad colectiva, y que este procedimiento puede producir el cambio que la gente quiere y necesita. Al mismo tiempo, se expresó un ánimo colectivo de rechazo al gobierno y a sus políticas que será una presión continua sobre el nuevo gobierno y puede manifestarse en otras formas de acción política.
Votaron alrededor de 56 millones de personas. Quienes lo hicieron por AMLO representan menos de la tercera parte de los electores, la quinta parte de los habitantes. No se trata de una anomalía, sino de la norma. Los presidentes estadunidenses son elegidos regularmente por no más de 25 a 30 por ciento de los electores. Esto es la democracia de representación: una minoría elige a los gobernantes y una minoría exigua toma todas las decisiones importantes.
El discurso de AMLO expresa bien los límites de lo ocurrido. Planteó con claridad el compromiso que le permitió llegar: la primera libertad que mencionó fue la empresarial. Ofreció claras garantías de que no tocaría los intereses del capital. Se propone un cambio profundo… pero sin modificar el carácter del régimen dominante.
Cunde la exageración: que triunfó un candidato de izquierda, que se abre en México la oportunidad de cambio más importante de los últimos 100 años… Cuando no se trata de optimismos desbordados, forman parte de las presiones que se ejercen para maniatar al gobierno. El presidente de la Coparmex declaró de inmediato su apoyo a AMLO en el combate a la corrupción y su plena oposición a cualquier cambio en las llamadas reformas estructurales, en particular la laboral, la energética y la educativa. No será fácil para AMLO cumplir las modestas promesas que hizo en este campo.
No es mero gatopardismo: que todo cambie para que todo siga igual. No cambiará todo y habrá, sin duda, cambios importantes. Habrá, por ejemplo, una recomposición de fuerzas políticas que abre oportunidades inesperadas. Desde 2000 el PRI se convirtió en una coalición inestable de mafias. Se ha roto la coalición y no podrá restablecerse. Las mafias han quedado sumamente debilitadas, porque carecerán de los respaldos federales y estatales que facilitaban su operación. Otros elementos de la correlación de fuerzas de han modificado. Iniciativas como la de El día después, anunciada por Diego Luna, muestra la madurez de amplios sectores de la sociedad civil, que saben que el cambio que la nación necesita no sucederá si no nos involucramos, si no participamos (Proceso, 24/6/18).
En este momento de peligro, a escalas nacional y mundial, los empeños que desde abajo se han realizado para reconstruir el país, especialmente por quienes no piensan que los cambios significativos y necesarios puedan venir de arriba, tendrán impacto decisivo. Una de sus tareas más importantes será enfrentar con buen juicio la peligrosa desmovilización que se producirá en quienes celebran hoy el triunfo de AMLO con la convicción ilusoria de que hicieron ya su tarea –votar por él– y ahora toca al líder resolver todos los problemas. Esa desmovilización se combinará con el desmantelamiento de organizaciones y movimientos cuyos dirigentes se incorporarán al gobierno, con la ilusión de impulsar ahí las causas que defienden. Son obstáculos muy serios, de muy graves repercusiones. Pero no son suficientes para detener el impulso de transformación que apareció a ras de tierra el primero de julio y va mucho más allá de esta fecha.
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