Por Hernán Ochoa Tovar*
Se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre
Salvador Allende
En estos días, las buenas noticias parecen no abundar. El tema de la pandemia, a nivel local y mundial, se ha vuelto un tema espinoso y omnipresente. Sin embargo, escuchar acerca de lo acontecido el día de ayer en Chile, se torna en una especie de bocanada de aire fresco, frente a un panorama acremente adverso; un hálito de esperanza, en un ambiente, en el cual, el sinsabor parece persistir por doquier.
Esto porque, ayer domingo, tuvo en la nación austral un plebiscito para consultar a la ciudadanía acerca de si deseaban continuar con la misma Constitución, que ha regido desde la época del pinochetismo (1980), o si deseaban contar con una nueva Carta Magna, más acorde con los tiempos actuales y con la democracia, pues –cabe resaltar– la legislación actualmente vigente en la Patria de Pablo Neruda, no fue resultado de un proceso consultivo popular y democrático (como aconteció en diversas naciones, incluido México en su momento), sino que fue impuesta por un gobierno tiránico, por la vía de la represión y de las armas; y se tornó en Carta Blanca para imponer un radical y drástico programa neoliberal en el país, vía la asesoría de Milton Friedman (economista norteamericano, considerado el progenitor de esta doctrina económica), siendo de los pioneros en instaurar este sistema político-económico, que se ha caracterizado por ser benéfico para las mayorías, pero lesivo para los intereses de las capas mayoritarias, y sobre todo, de las clases trabajadoras.
Pues, el día de ayer, los chilenos decidieron, de manera abrumadora, que deseaban darle una vuelta de tuerca a su realidad. Luego de encarnar, por casi tres décadas, una nación modélica en América Latina (pues ha habido transiciones de terciopelo, cuando ha habido cambios de timón en La Moneda), los habitantes de Chile han puesto los puntos sobre las íes: han dejado ver que, a pesar del crecimiento económico y el liderazgo de su nación en los ámbitos políticos y financieros, el bienestar no ha irradiado a la mayoría de los y las ciudadanas, dejando ver la necesidad de una redistribución y un cambio de rumbo.
Valga decir, la realidad chilena encarna interesantes paradojas: luego del gobierno de la Unidad Popular, de Salvador Allende (1970-1973) que, en efecto, deseó gobernar para las mayorías, enarbolando un programa de gobierno eminentemente popular; sus sucesores democráticos tuvieron claroscuros en sus gestiones, no obstante su afán de reencauzar el rumbo de aquel país. Si bien, la democracia se consolidó, a partir de la década de 1990, algunos críticos han dejado ver que el modelo político que prevalece hasta la fecha, es una herencia del Pinochetismo, pues, fue vislumbrado para mantener a la misma élite en el poder, no obstante las eventuales veleidades políticas. Aunado a ello, y contrario a lo acontecido en otras naciones del subcontinente, el nuevo proceso transicional, no vino acompañado de una legitimidad constituyente. Mientras naciones como Brasil o Paraguay, diseñaron constituciones que estuvieran acordes a los nuevos tiempos -y tratasen de dejar al fantasma de las dictaduras, detrás-, los chilenos, inexplicablemente, siguieron rigiendo su rumbo con la Constitución de 1980, herencia de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), la cual limitaba los derechos sociales y daba al régimen dictatorial, carta de legitimidad.
El fantasma de Pinochet siguió gravitando durante la primera parte de los gobiernos de la Concertación, coalición de partidos de izquierda, centro y derecha moderada, que derrotaron a los embates de la dictadura, en el legendario plebiscito de 1988 (incluyendo algunos viejos rivales, como el Partido Socialista de Chile -de Salvador Allende- y el Partido Demócrata Cristiano, cuyo uno de sus más notables representantes fue Eduardo Frei, antecesor de Allende en La Moneda, y artífice de la chilenización del cobre). Aunque Patricio Aylwin sugirió llevar a cabo un nuevo proceso constituyente, éste, de manera inexplicable, jamás se llevó a cabo.
Además, tal vez como parte de los pactos para dejar el poder, Pinochet se mantuvo como Comandante en Jefe del Ejército Chileno hasta 1998, tiempo en el cual gobernaba Eduardo Frei Jr. Los regímenes post-pinochetistas siguieron la máxima de Alejandro Foxley (canciller durante uno de los gobiernos de Michelle Bachelet): dejaron lo “bueno” y corrigieron lo malo (abstrayendo la metáfora del connotado político); es decir, dejaron intacta la estructura que garantizara el crecimiento económico; pero dejaron cuasi intacto el edificio conceptual sociopolítico, el cual generó, en palabras del propio Joaquín Lavín (uno de los connotados representantes de la derecha chilena contemporánea), un Muro de Berlín de la desigualdad, llevando a gestar, un abismo divisorio entre las clases pudientes, y entre aquellos que apenas alcanzan para procurarse el sustento diario. Ello se vio reflejado en las protestas de finales del año pasado, cuando, al decretarse el impuesto al transporte, grandes contingentes de ciudadanos y ciudadanas chilenos, salieron a manifestar su inconformidad a las calles; siendo brutalmente reprimidos por los carabineros chilenos (otra institución que es, precisamente, una herencia del Pinochetismo, y hoy día está siendo severamente cuestionada, debido a los métodos de brutalidad y represión que implementan, de manera consuetudinaria; para muestra un botón, lo ocurrido, la víspera de finales de 2019).
Esto no habría de extrañarnos del todo, pues, en algunas latitudes, las derechas se han caracterizado por conculcar derechos sociales. Sin embargo, en el caso chileno, los predecesores de Sebastián Piñera (Michelle Bachelet y Ricardo Lagos), si bien, avanzaron, con creces, en la revindicación de una agenda progresista (el propio Piñera, al comienzo de su segundo gobierno, reconoció este brillante hecho), hubo puntos que no pudieron subsanar del todo, tales como la privatización del agua, la educación y los servicios sanitarios, los cuales se encuentran mayormente en manos privadas hasta la actualidad. El propio Dr. Yerko Castro, antropólogo y académico de la Universidad Iberoamericana, señala contundente: Chile es el país más neoliberal de América Latina. Esta opinión es de considerarse, pues, en México, no obstante los embates tecnocráticos que vivenció nuestra nación, a lo largo de las últimas décadas, la clase política surgida al calor del neoliberalismo, no se atrevió a tocar -del todo- a la educación y a la salud (aunque sí a la energía, baluarte de los regímenes revolucionarios). En Chile, la historia fue distinta. El shock (utilizando la categoría de Naomi Klein) implementado por la dictadura de Pinochet fue radical y antipopular; y algunos de sus resabios siguen ahí, no obstante los relevantes cambios que han germinado en los últimos decenios.
El resultado del plebiscito de ayer, representa la voz de un pueblo, ávido de cambio. Ya lo dijo Salvador Allende alguna vez, en su último discurso: “se abrirán las grandes alamedas, por donde pase el hombre libre”. Pues, tal vez, ese día sea hoy. Ya estará la historia para contarlo y ser testigos de tan interesante y conmovedor acontecimiento.
- Profesor del Centro de Investigación y Docencia en Chihuahua