El rock se muere

Por Hermann Bellinghausen

— En los pasados 70 años nada se compara con el impacto cultural del rock. Nace plebeyo del cruce entre el novedoso blues rítmico de los músicos negros de posguerra y el folclor lírico y carnavalesco del ámbito anglosajón. Conforma un tronco bien diferenciado del jazz, ya con medio siglo de impacto creador importantísimo, que había sido, como el blues, patrimonio único de los negros hijos, nietos o bisnietos de esclavos. El rock nace de una transferencia de los negros a los blancos, que al principio, con Elvis y Jerry Lee, no se nota mucho, pero iniciados los años 60 se vuelve explícito en los barrios obreros de Inglaterra, donde con gran talento se reinventa el blues rítmico (blues de ojos azules se le llama): Eric Burdon, John Mayall, Lennon-McCartney, Jagger y Richards, Clapton, Page, Bruce y pronto una legión guiada por el empuje londinense de Jimi Hendrix. Para finales del siglo XX las metamorfosis del rock son tantas que existen catálogos de clases, estilos y géneros en todo el planeta. Ello debido a su lección más importante: la música es de todos, en ella cabe todo. Bajo las órdenes de la guitarra eléctrica, ningún instrumento le sería negado.

El estilo que inició arrasando las pistas de baile adolescentes, por el puro hecho de soltar la pelvis deriva hacia la rebeldía, casi por accidente. Los salones se trocan en teatros y poco después en estadios. Con los jipis gana la calle y con los estudiantes inflama la revuelta. La juventud trae otra tonada. Las generaciones anteriores le vedan el paso a la clásica y a la Cultura, pero se lo brinca con ritmo. El rock es astuto, se nutre de todo, hace óperas, sinfonías, misas, epopeyas, jazz, música concreta, pastiches hindúes y un renovado concepto de África y las percusiones. Sgt. Pepper’s The Wall son admitidos en las fonotecas más exigentes, proliferan creadores e intérpretes, se multiplican las voces y contra cualquier nacionalismo se exportan al mundo entero. Da origen a otros géneros en su encuentro con lo autóctono de cada parte, así en Canadá (el país más blanco de América) como en Jamaica (el más negro), metal melódico para los vikingos, rai en el Magreb, mestizo para el Mediterráneo. Las apropiaciones son incontables en las Europas y Sudamérica, México, Senegal y Soweto.

Origina la contracultura pero se institucionaliza al llegar al poder los jóvenes que crecieron rompiéndoles los tímpanos a sus padres. Se dignifica en la poesía tras el efecto Bob Dylan, de quien aprenden los británicos a rimar con inteligencia ideas interesantes y no balbuceos imberbes. Incorpora enterita la escuela beat. Los viajes sicodélicos de San Francisco preceden no por mucho al primer extraterrestre del rock, David Bowie. En Nueva York se gesta un espacio warholiano, y otro de judíos atormentados como negros. A la par se alzan protestas juveniles, marchas por la paz y los derechos civiles, Black Power, revoluciones en el Tercer Mundo.

El rock se monta en la proliferación de los medios de reproducción y comunicación masiva. Surfea la tecnología, el mercado y el antimercado, engendra al punk que lo desprecia, se roba el alma de Detroit y se la vende a la disco, comete errores y excesos sin perder lo invicto. A cada rato surgen nirvanas y tragedias, nuevas bandas, nuevos virtuosos, nuevos líricos, nuevos bufones, nuevos locos. Ya a finales de los años 70 lo da por muerto su primera generación de nostálgicos. En tanto, invade de vuelta al jazz, la ópera, la música de concierto, al mismo blues negro, su primer canonizado: el mundo se entera de quienes eran y quienes son Muddy Waters, John Lee Hooker, Willie Dixon, Howlin’ Wolf. El deschongue roquero y funk de Miles Davis se proyecta al futuro. El hedonismo se apodera de la modernidad.

Todo esto para llegar hoy a un punto muerto. ¿Qué hay de nuevo? Ya no domina el mercado, aunque su nicho sea aún jugoso. Sus mejores productos son remakes y reuniones de sobrevivientes. Hasta los indestructibles van muriendo, se hicieron ancianos bisabuelos. La juventud por primera vez mira hacia otra parte; sí, la hay roquera, pero no es dominante y cultiva nostalgias de lo que no conoció.

Su brillante bastardo, el hip hop, le ganó la partida y provocó cosas peores, como el reguetón. A quienes quedan los invitan a los Grammys para condecorarles las canas. Su Salón de la Fama es un directorio telefónico. La reina de Inglaterra hizo caballeros a una docena. A otro le dieron el Nobel. Pero después de la originalísima inventiva de Radiohead o la energía ilimitada de Jack White y Black Keys, todo parece reducirse al como si de Greta Van Fleet, la mejor versión de algo que ya fue. El rock muere de su propia muerte. Es lo natural, supongo.

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