Por Ernesto Camou Healy
— El viernes fue 2 de octubre, fecha emblemática para mi generación, y un parteaguas de conciencia, social y político para el país. Hace ya 52 años que tuvo lugar, en Tlaltelolco, el ataque por parte del ejercito a un mitin estudiantil y popular que dejó cientos de muertos. Yo era estudiante entonces, estaba a unas semanas de ajustar los 21 años y vivía en Guadalajara.
No resulta exagerado afirmar que esa masacre desató muchas dinámicas, sociales y personales, que en más de un sentido influyeron en la sociedad, y provocaron transformaciones profundas, algunas de las cuales apenas están comenzando a tomar cuerpo en estos años convulsos.
El ritmo de los cambios sociales y culturales suele ir mucho más lento que la vida agitada de quienes lo propiciaron; y apenas estamos viendo cómo se concretan algunas de las aspiraciones que entonces teníamos.
Pero quienes vivimos de cerca esos episodios somos ya minoría en México: Prácticamente todos los mexicanos menores de 60 años saben de ese suceso trágico por oídas, no es parte de su experiencia vital; el resto sí tuvo noticia directa, algunos lo vivieron y muchos nos enteramos por la televisora, o el radio en mi caso.
El presidente Gustavo Díaz Ordaz, poblano y priista inveterado, un hombre rígido y cerrado al diálogo, mandó a soldados contra estudiantes y civiles inermes, para proteger, eso se afirmó, la imagen del País unas semanas antes de que se inaugurara la XIX Olimpiada.
Ahí empezó el declinar del PRI que todavía tuvo capacidad para imponer cinco presidencias más, cada vez más disminuidas y alejadas del pueblo. Todavía entrado el siglo XXI hubo un rebrote insulso con Peña Nieto.
Pero ese 2 de octubre no se olvida, pues lo sufrimos, un poco a través de los medios, que casi no lo cubrieron los días siguientes, pero teníamos noticias por cartas, mensajes y de viva voz cuando visitaba nuestro centro de estudios algún compañero que venía de la capital. Para muchos fue un detonador de conciencia, un suceso que motivó a buscar maneras más o menos eficaces de cambiar lo que hasta ese momento llamábamos “el sistema”.
Una opción fueron los esfuerzos educativos en el campo y las barriadas, inspirados en el pensamiento de Paulo Freire, para que el pueblo pudiera tomar conciencia de su situación y esforzarse en cambiarla.
Muchos nos fuimos por años a vivir y convivir en comunidades campesinas o en barrios y chabolas intentándolo. En esos años otros optaron por la lucha armada contra el Gobierno, lo que desató la “guerra sucia” durante los periodos de Echeverría y López Portillo. Muchos intentaron formar nuevas agrupaciones políticas para luchar por el poder, y se formaron movimientos que devinieron partidos y luego coaliciones. Y en las iglesias algunos pastores y teólogos desarrollaron y vivieron la teología de la liberación.
En la plaza de Tlaltelolco estuvo, como parte de una brigada de la Escuela Nacional de Antropología nuestra amiga Shoko Doode, una nissei, es decir hija de japoneses nacida en México, menudita y gentil, muy oriental y muy mexicana. Apenas sobrepasaba el metro y medio y cargaba con un morral en el cual escondía su arma defensiva, no fuera a ser la de malas, un ladrillo de buen tamaño que convertía al bolso en tremenda porra.
Era una brigada organizada e inteligente. Quedaron de verse en un punto de la plaza de Tlaltelolco, y el acuerdo fue que si uno no llegaba, les estaba diciendo que habría un problema y que debían abandonar el mitin y encontrarse en una casa segura en la colonia Roma. Eso sucedió y salieron de ahí antes que llegara el Ejército; así salvaron sus vidas, probablemente.
Shoko fue mi mentora y mi colega, y compartimos una amistad que se fue haciendo añeja, hasta que, el 2 de octubre del 2010, víctima de un padecimiento crónico falleció. Por ella, y por todo lo demás, el 2 de octubre no se olvida.