Por Ernesto Camou Healy
— En nuestro medio desértico los meses de lluvias son muy importantes. Por lo general, con muy frecuentes anormalidades, se instalan los aguaceros a mediados de julio y continúan, intermitentemente y nunca en demasía, hasta mediados de septiembre a lo sumo. Luego viene un periodo de secas que muy ocasionalmente se interrumpe en octubre, cuando aparecen nublados y alguna llovizna con ocasión del “cordonazo de San Francisco”, fenómeno climático más bien propio del centro y Sur del País, pero que se agradece en las poquísimas ocasiones en que sucede por acá.
Las lluvias comienzan a anunciarse desde fines de junio en la pradera, aunque en algunas partes de la serranía, San Juan concede escasa humedad para festejar su onomástico desde el mero día 24. Las últimas tardes del sexto mes se presagia el chaparrón: Desde el Oriente se avistan nublados generosos que arriban precedidos por vientos casi huracanados que traen de campos y potreros buena cantidad de tierra: Vienen las ventoleras barriendo el polvo acumulado en los meses de secas.
Por donde nace el sol aparecen nubarrones color café, verdaderas tormentas arenosas que obligan a las amas de casa a correr y bajar la ropa tendida, cerrar puertas y ventanas y encerrarse con el Jesús en la boca ante tan desaforado anuncio del aguacero que viene.
Con suerte y detrás del terregal insolente aparecerán nubosidades negras, cargadas de humedad; pero eso casi nunca ocurre en la primer ventisca polvorienta. Son apenas anuncios de lo que vendrá, atisbos de esperanza que colorean el terregal unánime. Después de varios augurios fallidos, una tarde, por fin, empiezan a caer gotas, al principio tímidas, que luego mutan en enormes goterones que podrían doler al tocar la espalda o la cara, pero que recibimos con un gozo incomprensible para los que no tienen una vida esperando, después de la canícula inmisericorde, el alivio de la lluvia.
Y entonces la calles de una ciudad que siempre anhela el temporal y que no está preparada para la inundación repentina y fugaz, se tornan ríos con corrientes que a lo sumo llegan a las rodillas y que fluyen hacia el Oeste, hacia un mar situado a 100 kilómetros de distancia al que nunca arriban las crecientes inverosímiles: La planicie arenosa consume la humedad y, esperamos, contribuye mínimamente a renovar un prehistórico manto freático que hemos destrozado en tan sólo unas tres o cuatro generaciones.
El primer aguacero paraliza la ciudad. En el centro los empleados de los establecimientos y las dependientes de los comercios se asoman a la calle para disfrutar un espectáculo inusitado: Ver llover y observar correr el agua por las avenidas. No es exageración afirmar que muchas actividades se detienen mientras hombres y mujeres, jóvenes y señoritas por demás normales, se dedican durante unos minutos a veces largos, a contemplar una rareza en la región: El agua que cae del cielo.
Algunos ganaderos, más afectados por las inconstancias climáticas, se previenen y viajan temprano al rancho con la esperanza de estar ahí cuando caigan las primeras gotas. Es motivo de festejo que comparten con las reses que presienten el verde en los potreros y podrán retozar, comer y disfrutar lo ya no tan ralos agostaderos: Habrá condiciones para un nuevo ciclo, engordarán los animales y considerarán prudente y necesario reproducirse. Es una etapa de regocijo.
Vivimos en una ciudad que está rayando el millón de habitantes. Somos descendientes de gente de campo, acostumbrados antaño a manejar ganado y a dirigir la yunta; a esperar el chubasco tranquilizador y adaptarse a los largos momentos de aridez.
En los usos y costumbres locales aflora de muchas maneras el desasosiego por la falta de lluvias. El calor se acentúa y nos ronda una melancolía que oscurece el futuro, pues sin agua no puede haber respiro ni fiestas pueblerinas en el otoño. Así estamos en este rumbo, en el año de la pandemia: Encerrados y sin chaparrones: Puro sufrir.