Por Blanche Petrich/La Jornada
Si ha habido alguien arraigado a su terruño, ese era Javier Valdez. “Le gustaba viajar, le gustaba mucho la Ciudad de México. Pero en ningún lugar se sentía más seguro que en su insegura ciudad, Culiacán, la cuna del narco”.
Lo cuenta Griselda Triana, su esposa, con el corazón en un puño, cuando recuerda cómo fueron los últimos meses, las últimas semanas en la vida de su familia, rodeada de temores y amenazas que se concretaron ese 15 de mayo. Meses y días en los que el periodista y escritor sinaloense, corresponsal de La Jornada y reportero del semanario culichi Ríodoce, no dejó en ningún momento de armar crónicas, construir relatos, buscar historias y teclear.
Se sabía afortunado. Él eligió su camino. Cuando se topaba con esas historias tan duras y dolorosas tenía dos opciones: ignorarlas o contarlas. Optó por contarlas. Y eso es lo que muchos periodistas no hacen.
–Sería difícil conciliar la vida familiar con esa forma de hacer periodismo.
–Muy difícil. Los horrores que empezó a conocer y narrar desde hacía años no los dejaba en la puerta: entraban con él a la casa, se metían con él a la cama, a los sueños. Fueron necesarios los antidepresivos y las pastillas para dormir, sobre todo en las últimas semanas. Apenas lograba dormirse cuando la familia ya estaba de pie para empezar el nuevo día. Pero en medio de todo buscaba un equilibrio. Buscó apoyo sicológico. Además, siempre estaba el escape: la música, los amigos, los tragos.
–¿Y tú?
–¿Yo? Acompañándolo. Hablamos mucho de los riesgos. Pero nunca me compartió las amenazas concretas.
Hasta que llegó febrero de 2017 y todo se nubló. Ese mes un personero del capo Dámaso López se acercó a él para una entrevista que fue publicada por Ríodoce y posteriormente por La Jornada. En cuanto los repartidores dejaban los ejemplares de esa publicación (domingo 19) en sus puntos de distribución, principalmente farmacias y sucursales de Oxxo, pisándoles los talones llegaban comandos que compraban todos los ejemplares, sin siquiera deshacer los paquetes. Lo hicieron en todos los puestos, a lo largo de toda la ruta a donde llegaba el semanario.
Ahí sí le dije: tienes que irte, continúa Griselda. “Y me prometió que sí. Empezó a moverse con Ríodoce, con La Jornada y con el Comité para Proteger a Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés). Cuando vi que era factible que se fuera le pedí que hablara con nuestros hijos, Tania y Fran. Los muchachos se agüitaron, pero entendieron. Todos pensamos que era lo mejor. Y quisimos creer que sólo era temporal”.
Pero los movimientos para mudarse de ciudad demoraron. El 2 de mayo fue capturado Dámaso López en la Ciudad de México. El 15 el grupo delincuencial castigó al autor de la entrevista: lo mató.
Observaba lo que la mayoría no vemos
Cuando Javier Valdez paseaba por las calles de Culiacán de la mano de su novia, Griselda Triana, la joven notó una característica de su galán: todo lo miraba, lo escudriñaba, lo guardaba en su memoria. Y luego le daba vida a los detalles. Un árbol que lograba crecer a duras penas aprisionado entre dos edificios tenía su historia. Un hombre gris como una sombra que a diario pasaba por el mismo punto del malecón se convertía en el personaje de otro relato. Y luego lo imaginado se iba al papel. Javier observaba lo que la mayoría no vemos. Y luego le daba sentido escribiendo.
De joven, Valdez tocaba en una banda de música folclórica, Culpegualt (por Culiacán, Pericos, Guamúchil y Altata, de donde eran originarios sus integrantes), que fue invitada a amenizar una fiesta en una preparatoria. Ahí estaba Gris, tapatía de ojos grandes. Ahí se vieron por primera vez.
Él estudió sociología, y ella, sicología en la Universidad Autónoma de Sinaloa (UAS). Él militaba en la izquierda y llegó a ser candidato a diputado por el extinto Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT).
Sus caminos se siguieron cruzando porque ambos coincidieron años después en la sala de redacción de El Diario de Sinaloa, donde trabajaban como correctores. Ahí empezaron las caminatas de manita sudada de Gris y Javier. Y también fue cuando el periódico empezó a publicar una columna con los primeros textos de Valdés, Crónicas de asfalto, relatos urbanos de un Culiacán que aún no era el nudo violento en el que se convirtió después. De ahí nació su primer libro, De azoteas y olvidos, publicado por el ayuntamiento en 2006.
Cuando trabajó en Noroeste retomó la columna, ya encarrerado en su vocación de periodista-escritor. “¿Sabes qué es lo que más le gustaba? Leer La Jornada. No le alcanzaba entonces para comprarla a diario, pero los domingos íbamos al kiosko y se clavaba todo su día de descanso leyendo, leyendo”.
Entre tanto, Gris y Javier fundaron una familia. Levantaron una pequeña casa en un barrio de trabajadores. Llegó Tania Penélope y con ella la carreola, la guardería y la crianza de la niña combinada con el trabajo. Griselda dirigía ya para entonces un programa de radio de mujeres en la UAS y Javier recorría el asfalto ardiente, topándose cada vez con crónicas más desgarradoras, con personajes cada vez más turbios y peligrosos, con las historias de la violencia. Luego llegó Fran, Juan Francisco, a sumar alegría y trabajos a la familia.
¿Cómo le hacía?
En 1998 se incorporó a este diario. “Imagínate su orgullo: pasó de ser lector a ser parte de La Jornada”.
Pero llegó el calderonismo. Sinaloa, el noroeste y el país entero entraron en una fase de descomposición acelerada. “Fue cuando él y un grupo de colegas llegaron a la conclusión de que el periodismo que ellos querían hacer no tenía cabida en ningún medio de los existentes en Culiacán. Y se lanzaron a la aventura del semanario Ríodoce. Nunca pasó por su cabeza tirar la toalla a pesar de los momentos tan duros que le llegaron a tocar.
Le dolía mucho cuando había una nota que él consideraba importante, que la cubría y la respuesta de los demás medios era el silencio. Lo dejaban solo. Él siempre optó por contar lo que los demás no (relataban). Creo que era así porque nunca trabajó por encargo, siempre por convicción.
–Reporteaba para un semanario local y un diario nacional, hacía crónica y en 12 años publicó ocho libros. ¿Cómo le hacía?
–Se agarraba a escribir sus notas, pero no dejaba a un lado lo mucho que se le iba quedando en el tintero. Cuando reporteaba tenía en cuenta siempre a las víctimas que van quedando como rastro de todas las historias de violencia. Y con ellas hacía otras historias. Intentaba hacer esa otra parte del trabajo entre semana, pero no lo lograba. Entonces los viernes muy temprano iba solo a un café y ahí salía el resto. Ya con el testimonio escrito lo ampliaba y salía el reportaje. Después, con los reportajes, armaba los libros. La madre de todo esto fue la columna Malayerba. Ahí empezó.
–Y en todo este proceso los niños como personajes de estas historias ocuparon siempre un lugar central.
–Totalmente. Al grado de que su segundo libro fue Los morros del narco y el penúltimo Los huérfanos del narco. Nunca dejaba de tomar en cuenta a las niñas y los niños; le preocupaban y le dolían, yo creo que porque era papá. Sabía que aquí todos los niños, incluso sus hijos, están expuestos en un ambiente contaminado y peligroso.