Presentación del libro Alas de mosca
Por Jesús Chávez Marín
— (abril, 2010)– Es un acontecimiento grande para Chihuahua esta visita del legendario editor de la Universidad de Sonora, Raúl Acevedo Savín, en esta que es apenas la segunda vez que viene y la primera que aparece en público de la gente, porque hace algunos años nada más vino a arreglar algunos asuntos de su trabajo en una feria de libro y luego se dedicó a platicar largo y tendido con algunos rockanroleros de Chihuahua, que desde entonces lo recuerdan con puro cariño verdad y con la admiración y el recuerdo de su deslumbrante imaginación.
Además de editor, Acevedo Savín es uno de los promotores culturales mexicanos más productivos y el escritor de cinco libros de poemas, además de las innumerables compilaciones que constantemente ha hecho de todos los poetas que conoce en persona y a quienes les publica por el puro gusto de la amistad y para difundir la literatura por todas las ciudades y rancherías donde viven sus invitados a Las Horas de Junio, que ya suman una multitud similar a la del arca de Noé.
Su visita a esta feria del libro, que además será la primera vez que escuchemos sus discursos siempre breves y matizados de fantasía, en una síntesis de extrañísima claridad y coherencia, se debe en esta ocasión a que anda promoviendo su reciente libro, aparecido en abril de 2010, Alas de mosca, un volumen de 57 relatos breves, algunos de solo dos líneas y otros tan extensos como dos cuartillas.
El primer personaje que aparece en el libro es un tal Jeff Durango, que además firma la portada que le atribuye la autoría de la obra, y solo en la información técnica de la página legal alguno que otro lector podría llegar a la conclusión de que quien escribe es Raúl Acevedo Savín, quien quizá no podría ser nada más que el dueño de los derechos reservados, tal como se anota, y no tendríamos por qué dudar de esa verdad que Oasis Editores allí consigna. Pero eso es lo de menos.
A la entrada del libro, el señor Jeff Durango firma con su nombre de escritor del libro de vaqueros una nota cotidiana que podría ser de amor y hasta de amor levemente desilusionado, que dice: Te dejé el manuscrito frente al televisor, pasa, revísalo, o si prefieres no lo leas, no importa, de todos modos fue escrito para ti. También dejé un sándwich de atún en el refri. Ahorita regreso, voy a la tienda de la esquina. Aunque más adelante aparece alguien leyendo a Marcial Lafuente Estefanía, lo cual podría asociar a estos dos rudos escritores, la nota frente al televisor contradice ese ambiente de leyenda western, pues la ternura de dejar un sándwich de atún en el refri, o declarar que lo escrito fue para alguien a quien se le avisa que uno va a la tienda de la esquina, no podría haberla escrito un fabulador de praderas, caballos, apaches y balazos.
Sin embargo los narradores de cada uno de los cuentos son tan desconcertantes, y hay tantos puntos de vista desde los cuales se enfoca el discurso narrativo, y a veces el discurso poético, que muy pronto nos olvidamos de las desconcertantes personalidades y ángulos psicológicos y a veces hasta psicóticos que podrían ser los componentes del alma del tal Jeff Durango, autor del libro.
Por ejemplo el narrador del cuento que se llama “Óbito”, es omnisciente y su punto de vista está enfocado en una angustia antigua, tan antigua que podía ser prenatal: El niño que llora en la noche, madre, madre, ¿soy yo o eres tú?. El lector queda de pronto fascinado ante el rápido juego de planos e identidades, la voz del discurso se transfiere o se refleja, en un aleteo, del narrador omnisciente al narrador personaje, un niño o un hombre atormentado y en plena regresión, a una mujer que podría ser la madre o hasta el mito de la mujer que llora.
No me la quiero quebrar demasiado con este asunto de buscarle tres pies al gato del simbolismo, lo que quiero dejar claro es que cada uno de los textos esta imaginado desde una trama compleja, a veces muy burlona y de buen humor y a veces con una amargura irremediable. Uno de los ejemplos es ese texto que en solo tres líneas ofrece al lector varias posibilidades de lectura y un desdoblamiento similar en sus planos al anillo de Moebius, quien va y regresa en movimiento perpetuo.
Otro de los ingredientes que aparecen con un aroma de poesía es el sentimiento amoroso, a veces en su forma de la plenitud alegre y placentera, y a veces en la nostalgia, como en el cuento que se llama “La mujer imposible”, cuyo párrafo final termina diciendo: Y aquí estoy, recostado, escuchando el arrastrar de otros cuerpos, preguntándome siempre cuándo podré verte, tocarte, sentirte. ¿Quién de nosotros desde que éramos jóvenes y para siempre no vivimos en el filo de ese peligro, del amor perdido? A todos nos cae el veinte cuando leemos un cuento como este.
Cada uno de estos cuentos es difícil a su propia manera, pero el lector que insiste le halla para sí mismo un sentido que conecta al autor con el lector, y esta es la única forma en que se produce la experiencia estética del arte literario. A veces algunos de estos cuentos, sin embargo, nos dejan patinando, no por los vericuetos de su lenguaje extraño, ni de la mezcla de planos e identidades, sino por la llaneza y alegría de una idea simple, como en el cuento que se llama “La respuesta”, que dice: Un señor se acercó a mí y preguntó: ¿Por qué sonríes? Contesté: Porque la vida es hermosa. Y el señor se fue sonriendo. ¿Para qué le buscamos más? Optamos por quedarnos simplemente con esa imagen de dos personas que sonríen nada más por la respiración de la pura vida.
Por supuesto que este libro podría leerse de un tirón, y esa lectura rápida tendría su recompensa en el malabarismo de tantas ideas locas, de tantos jirones líricos, hermosos y poéticos, de la franca risa que algunos relatos nos provocan, pero al llegar a la página final nos queda la sensación de que tendríamos que iniciar unos ejercicios espirituales de cincuenta días para leer un cuento diario y hallarle otros sentidos. Algunas veces nos vamos a quedar de plano en ayunas, o al menos yo a varios de los textos no les entendí ni papa, aunque seguramente la culpa es mía por ignorancia o por insensibilidad. Pero otros me gustaron nada más por el puro reborujo de sus temas.
Como ejemplo de lo anterior, quiero transcribirles el cuento que se llama “Historia para las mañanas tardías”, que dice: Aquella nariz se rebeló contra el ciudadano apacible, sacó una mano huesuda y apretó el cuello hasta casi dejarlo asfixiado. Vino un policía, disipó a la gente que ya había empezado a juntarse. Después llegó una patrulla en donde se llevaron a la nariz de mano huesuda. Desde entonces, todos los domingos, papá nos trae al zoológico. Aquí vemos a ese extraño animal que siempre tiene gripa.
Luego de eso, cada lector va subrayando sus cuentos preferidos. Uno de los que yo escogí tiene una sola línea: “Mis sueños no me comprenden”. En la agilidad de este cuento puedo asomarme a un espejo, puedo verme a los ojos y puedo echar a andar tantos recuerdos, tanta tristeza, darle vuelo a la añoranza y a la rabia de la frustración y luego dejar de echarle la culpa al mundo, para, en un desdoblamiento autocrítico, culpar a mis propios sueños de esta antigua incomprensión que toda mi frágil me ha perseguido. Ese poema de Raúl Acevedo Savín es un hallazgo, y será una de las joyas verbales que guardaré el resto de mis días.
Otro de los textos que me parecieron más entrañables es uno que evoca la esperanza con la que a veces vivimos en la vida, la que nos sostiene para resistir los quebrantos del mundo, la que nos ayuda a vivir a pesar de la sensación de paraíso perdido que a veces nos invade. El cuento se llama “Se busca ángel extraviado”, y dice: Un niño vive en un árbol. Espera desde ahí encontrar al ángel que se le perdió cierta vez en uno de sus sueños. La belleza de este cuento encuentra su fundamento más certero en la expresión “cierta vez”: le da un aire de vitalidad, logra para el lector que un ser fantástico, un ángel, exista en la cotidianidad de un niño, quien además vive en un árbol, símbolo de todo ser humano en el tiempo de su existencia.
En los tiempos que corren, cuando la injusticia social se ha afianzado tanto que parece algo tan natural como el aire y el humo, casi lloramos de tristeza con un cuento de este libro que dice: El pobre mago de aquel pequeño circo barato, para su desgracia, no pudo contener la turba de los niños del barrio que, hambrientos, le pedían que apareciera más comida, comida. Y murió aplastado por sus admiradores.
Como antes dije, toda la gama de los sentimientos se activa en este libro: la tristeza de este cuento, la ira, el desengaño, la alegría del amor, la desilusión y el desaliento más profundo, que casi llora en otro de los cuentos: Si lo miro fumando entre el humo que envuelve sus cabellos antes de la noche, y la maldita dejadez de ignorar el muro sobre el cual está recargado; entre los pantalones de mezclilla y el tiempo impregnado en la rotura blanca de alguna lavada o su eterno decir que sí, que simón; con su rostro de cera, su flaco cuerpo, manos de arte y su bigotito mal rasurado. Si lo miro, para no reír con mi coraje lacrimoso me aparto del espejo.
Pero en otras páginas llega el refugio y la alegría deslumbrante, a mí me encantó este cuento que se llama “Versículo tanto”: Y cuando tuve sed, pedí agua. Y me dieron una mujer. Sin duda, Raúl Acevedo Savín sabe muy bien lo que dice, nada mejor para la sed de este mundo a veces tan árido como un abrazo de alguien que te ama.
Ya casi para cerrar con broche de oro, aparece el cuento que se llama “El Beltrán y los mismísimos ángeles”, pero ese, que está de risa loca, no se los voy a contar para que ustedes lo disfruten sin tantas interferencias como las que me he atrevido a hacer esta noche. Para despedirme de ustedes quiero decirles que no se arrepentirán de leer este libro tan hermoso y tan lleno de vitalidad, de regocijo y de verdad.
Abril 2010.
Me gustó mucho la reseña del libro de cuentos de Jeff Durango, gentil y talentosa persona. Tanto me gustó que quiero leerlo.