Por Hermann Bellinghausen
— A nadie le gusta que lo critiquen. Está en la naturaleza humana, supongo. Pero un rasgo de civilidad es aguantar la crítica, y en ciertos casos bienvenirla y hasta agradecerla. El pensamiento científico así evoluciona, necesita del error para acertar. La filosofía y las humanidades respiran por el debate, que puede ser acalorado, apasionado, feroz, pero enseña y estimula. Más reticentes suelen ser, por motivos distintos, los artistas y los políticos. Los creadores, como los niños, tienen prisa por ser mayores, saber
mejor que nadie; dejan de escuchar a mentores, amigos y críticos, sólo digieren elogios. Los políticos son peores, pues pueden proscribir, encarcelar o eliminar (hay grados) a quienes emiten juicios desfavorables, los contradicen o exhiben. Mentira
, replican unos. Son mis enemigos
, concluyen todos.
Los mexicanos somos muy sentidos. Todo lo tomamos personal. El arrogante principio de William Faulkner (nunca me rebajo a responder a mis críticos
) en nuestro medio cultural adquiere un sentido literal infranqueable. Si fulano me criticó es un miserable, me insulta. Le retiraré el saludo, y cuando pueda cobraré venganza, bloquearé su carrera o le daré sopa de su propio chocolate. Cuestionar la obra de alguien garantiza una enemistad vitalicia. Los pocos críticos literarios que perseveran viven para elogiar o satanizar.
Cultivamos esa expresión cautelosa: crítica constructiva
. Se adjetiva para amortiguar el golpe. De lo contrario sería destructiva
, una declaración de guerra. Por eso en México es rara la polémica que mejore el ambiente y deje verdaderas enseñanzas. Nos encanta llamar deshonesto
al interlocutor, mejor dicho rival. Nos ofendemos de cualquier cosa. Ni socráticos, ni deportivos a la inglesa, ni prácticos como campesinos o indígenas en asamblea. No se nos da. Escasea por lo mismo el verdadero género biográfico, que no sea hagiográfico. Aquí los deudos y los acólitos demandarían a quienes se atrevieran a biografiar a los autores con la penetración objetiva de la tradición británica o francesa. Hay de dos: te ganas tu estatua o te sientes difamado-ignorado.
Es así que las redes sociales sacan lo peor de nosotros y, aunque parezcan harina de otro costal, no lo son. Representan una verdadera desgracia para la inteligencia crítica, ya no digamos analítica, a pesar de su virtuoso efecto para difundir denuncias, concitar encuentros y evidenciar crímenes, estupideces, intransigencias, errores del poder. De por sí se nos dificultaba enormemente el diálogo constructivo; hoy son más normales
los apodos infamantes, la caricaturización, la fobia, la pobreza de matices.
Ahora bien, sí, tenemos la piel delicada y la mecha corta (cosas que el tuit y el comentario instantáneo atizan muchísimo, y la propensión al denuesto se incrementa en la vida cotidiana). Pero en materia política y de discusión pública algo habíamos avanzado desde la primera crisis de autoridad del Esta-do priísta tras 1968, en el contradictorio periodo de los años 70 del siglo XX. Expresiones como apertura democrática
y reforma política
alimentaron un debate necesario, que ganó terreno. La libertad de expresión, chayotes más o menos, y el libre uso del lenguaje evolucionaron más allá del tonto Echeverría o el fascismo
de los intelectuales aliados del régimen y el yo no pago para que me peguen
de López Portillo.
El autoritarismo estatal se averió luego del terremoto de 1985 en la Ciudad de México y las elecciones robadas de 1988. Dejamos de escribir presidente con mayúscula. Y si bien Salinas y Zedillo hicieron sus guerras e impusieron una doctrina económica brutalmente capitalista, la crítica pública ganó un espacio inusitado, hasta llegar al patético Ya sé que no aplauden
y la queja Ningún chile les embona
de Peña Nieto, el último priísta como tal, luego de dos mandatarios analfabetas en materia de teoría y práctica del Estado.
En una nueva vuelta de tuerca, podríamos estar perdiendo ese margen de libertad. Parece un fenómeno mundial; la represión vuelve a ser normal
en Europa y América, ya lejísimos de sus sesentayochos. Los Assange van al patíbulo. Nuestro país, asolado por el crimen, la corrupción y la impunidad, encuentra irresistible la intolerancia ciega, el discurso de odio o venganza, la petrificación de capillas intelectuales y núcleos de poder económico que buscan acomodo en el nuevo modelo de poder centralizado, que sólo escucha lo que quiere.
Estamos desaprendiendo. No somos elásticos, ni dialécticos, ni pacientes. Tendemos a envenenarnos por razones de clase, de género, de ideología, aunque se nos nuble la visión. Más cerca de Torquemada que de Sócrates o Diderot, cedemos los terrenos del diálogo a la sordera y el exabrupto. Son tiempos hostiles para el libre pensamiento crítico.