Navidad descolorida

Por Francisco Ortiz Pinchetti

— Cada año me convenzo más de que soy un nostálgico irremediable de las llamadas fiestas Navideñas. Añoro las costumbres, las tradiciones, los olores, sabores y colores de los prolegómenos de la Nochebuena, muchas de las cuales se han diluido como arena en el agua a través de los años. Tal vez por eso me aferro a lo poco que nos queda de esas prácticas tan entrañables, que me solazo en recordar.

Les platico que tengo un sobrino sensacional que desde hace 31 años de manera ininterrumpida contribuye a mantener viva una de las tradiciones más entrañables y valiosas del teatro mexicano. Se llama Rafael Pardo Ortiz y es el productor y director de la divertidísima Tradicional Pastorela Mexicana, que lo largo de tres décadas ha tenido diversas sedes, como el Convento del Carmen de San Ángel o el histórico convento de Churubusco y que actualmente se presenta en el Claustro del Instituto Cultural Helénico de la avenida Revolución 1500, en la capital del país.

Mi manía navideña ha hecho que cuando menos 20 veces en ese tercio de siglo haya asistido a la escenificación montada por mi querido pariente, sin que me aburra. El libreto básico es el mismo de siempre. Cuenta la historia de un grupo de humildes e inocentes pastores a los que de pronto se les aparece el Arcángel San Miguel y les anuncia el inminente nacimiento de un niño, que es ni más ni menos que el hijo de Dios.

Entre asombro, temores y regocijos, los pastores deciden encaminarse al lugar indicado por el Arcángel para tan trascendente acontecimiento, lo que molesta sobremanera al mal, representado por el mismísimo Lucifer. El diablo usa a sus testaferros, los siete Pecados Capitales, para tratar de tentar a los ingenuos campesinos, con la intención de hacerlos caer en pecado y desistir de su visita al Niño Dios.
Así, de manera consecutiva, La Lujuria, La Pereza, La Soberbia, La Gula, La Avaricia y La Envidia, capitaneados y acicateados por La Ira, se acercan en algún recoveco del cerro a cada uno de los pastorcillos, para embaucarlos con sus sugestivos ofrecimientos y malos consejos. Afortunadamente, siempre en trance de ceder a esos artificios, aparece a tiempo el inefable San Miguel, espada en mano, para salvarlos. Llega el momento en que el arcángel se enfrenta directamente a La Ira y finalmente lo vence entre la algarabía de los pastores –y los felices espectadores, como yo—para que éstos sigan su camino rumbo a Belén, donde ocurre la escena culminante en torno a José, María y Jesús, mientras estallan los cohetes en el cielo.

Toda la escenificación, que incluye cánticos y villancicos en vivo a cargo de un grupo musical, tiene un tono humorístico, con destellos de picardía que no llegan a ofender la inocencia de los chiquitines, y los infaltables chascarrillos de corte satírico y político que esos sí se renuevan cada año, al igual que recursos escénicos como títeres y mojigangas gigantes.

Debo confesar que aunque prácticamente ya me la sé de memoria, la Pastorela de mi sobrino siempre me divierte y me hace reír como si fuera la primera vez. Me la paso muy a gusto y disfruto igual el ponche y los tamales con atole que incluye la función, sin duda por ese regusto a los recalentados navideños a los que aludía al principio.

Y es que, como decía, es de lo poco que queda. Cada día es más difícil encontrar una posada tradicional auténtica con letanía, velitas, colaciones y piñatas, como aquellas a las que de niño iba sin falta en el deportivo Vanguardias de la calle de Frontera, en la colonia Roma, que dirigía el inolvidable jesuita Benjamín Pérez del Valle.

La costumbre de poner nacimientos o belenes se mantiene en muy pocas casas y para colmo ahora se ve amenazada por reclamos ecologistas que acusan al uso de musgo y heno de provocar un daño al medio ambiente. Definitivamente han desaparecido las célebres instalaciones como la del Poeta de América Carlos Pellicer Cámara en su casa de las Lomas de Chapultepec, la de la familia Ascencio en la calle Bartolache de la colonia Del Valle, y la que un matrimonio mantuvo durante mucho tiempo en la calle Pestalozzi, de Narvarte, por citar sólo algunas que conocí.

Ya nadie manda tarjetas navideñas, de las que los carteros entregaban millones en las semanas previas a la Navidad, y que era costumbre colocar en el arbolito navideño; ni se toma fotos con el Santa Clos de la Alameda Central, cuya entrega a domicilio fue por cierto junto con mi querido primo Romeo la primera chamba de mi vida, allá a fines de los años cincuentas. Ni siquiera los vendedores de castañas asadas con su anafre de carbón y su pregón inconfundible se encuentran ya en las calles de nuestro Centro Histórico, como ocurría siempre por estas frías fechas.

Tampoco está más el legendario y espectacular Árbol de Liverpool, que desde la apertura de la tienda se instaló durante más de 40 años en la plazoleta de la esquina de Félix Cuevas e Insurgentes que la construcción de la Línea 12 del Metro desplazó, ni el Santa Clos de Sears de Insurgentes y San Luis Potosí, en la colonia Roma, con sus carcajadas ininterrumpidas ante la mirada atónita de los niños.
Ni las famosas Pavadas de Abel Quezada, que año con año publicaba durante las posadas sus nueve cartones consecutivos en el diario Excélsior de los sesentas y mediados de los setentas, en los que el genial caricaturista hacía mofa, escarnio o crítica de la realidad social y política de nuestro país y sus personajes.

En fin, esas añoranzas son las que me hacen disfrutar de lo poco que nos queda, como la cena familiar, los regalos, los parabienes, el arbolito de Navidad, las luces y los chiquitines con muñeca o bicicleta nueva que el día 25 de diciembre presumen sus juguetes en los parques. Y decirles a todos que, de verdad y a pesar de los pesares, tengan una Feliz Navidad. Válgame.

@fopinchetti

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