Por Hermann Bellinghausen
—Latinoamérica, que nominalmente comienza al sur del río Bravo y llega hasta la vecindad Antártica, anida más de una veintena de naciones que ahora, en tiempos de redes sociales y trascendentes despertares indígenas, parecen estarse hablando como nunca después del ciclo independentista en la segunda década del siglo XIX.
Se dice fácil. La dudosa integración regional siempre brilló en el discurso, aunque no quedase claro si con ella se pretendía poner en orden el patio trasero de Estados Unidos, su zona de interés irrenunciable desde la Doctrina Monroe, o por el contrario construir un bloque regional para dejar de ser del interés exclusivo de Washington, el Pentágono y las grandes corporaciones estadunidenses que han ocupado, cultivado, explotado, extraído y extenuado las riquezas naturales del subcontinente durante 170 años. Un proceso que se inicia con la invasión a México y la enajenación de la mitad de su territorio, y lo continúan las bananeras, petroleras y mineras que ocuparon y saquearon la que algunos románticos llaman Nuestramérica. El número de golpes de Estado, invasiones militares y filibusteras, guerras civiles y amafiamientos territoriales propiciados, patrocinados y sostenidos por Estados Unidos es tal que a ningún país del área la faltan episodios de injerencia y daño directo.
La afrenta imperial, permanente hasta hoy, nunca generó respuestas continentales. Para impedirlo han servido la Cuarta Flota, la CIA, la devaluadísima Organización de Estados Americanos (OEA), los tratados de libre comercio y la renta permanente de territorios (plantaciones, bases militares, campos petroleros) en Centroamérica, grandes extensiones de Sudamérica y colonias explícitas como Puerto Rico: el síndrome de Guantánamo devora las ambiciones yanquis. Este sí que ha sido nuestro destino manifiesto, la verdadera maldición de la Malinche.
Sin esquematizar demasiado, las revueltas populares en aparente reacción en cadena, revelan un descontento unánime contra el estado de cosas propiciado por los intereses yanquis. Así como los países se libraron de España hace dos siglos, ¿podrán desafiar con eficacia la tutela imperial de Washington? Es mucho estirar la liga tal vez, pero no se recuerda un ciclo de concatenaciones y simultaneidades en la revuelta como ahora. Contra las políticas económicas impuestas por las agencias internacionales. Contra los gobiernos que las implementan y sostienen corrupta y autoritariamente. Contra desigualdad inherente al capitalismo. Chile es la última mecha que prende, pero ya antes de Ecuador vimos desafíos nacionales en Haití, Nicaragua, Honduras, Brasil y Argentina, así como la reacción electoral, antineoliberal en principio, y por hartazgo ante la violencia y la corrupción en México, que ha de verse a la luz de las recientes experiencias progresistas en la región, que no dejaron de obedecer las reglas del capitalismo y le fueron funcionales hasta ser sustituidas inestablemente por gobiernos proyanquis.
El actual ciclo de protesta popular –al que los gobiernos responden con violencia, mala fe, manipulación mediática y criminalización estúpida como vemos en Haití, Ecuador y Chile, y antes en Nicaragua– encuentra al imperio sumergido en una bancarrota moral interna sin precedente, a merced del granguiñolesco titular de la Casa Blanca y sus pocos émulos en la región, más allá del peligrosísimo payaso Bolsonaro y el desvergonzado títere Almagro, quien degradó totalmente lo que quedaba de la OEA. Macri ya se va.
Cuba y Venezuela, en resistencia nacional, atraviesan una dificultad crónica bajo bloqueo, que en el caso venezolano hace poco alcanzó para generar grandes protestas de signo contrario a las que vemos en Haití, Ecuador y Chile, y que a diferencia de éstas, cuentan con el respaldo de Washington, la OEA, el trono de España y la Comunidad Europea. Bolivia también experimenta turbulencia. Con un gobierno incómodo para Washington, el Fondo Monetario Internacional y la OEA, las protestas no revisten tanto reclamos contra la política económica impulsada por el FMI y los intereses estadunidenses, como por el presunto fraude electoral y un descontento larvado en muchos sectores bolivianos, no sólo en la derecha, tras la tercera relección de Morales y el grupo de empresarios y políticos que lo rodean.
Para que el actual ciclo de descontento no acabe como la primavera árabe en un reforzamiento autoritario, una brutalidad neoliberal más descarnadamente fascista y fundamentalista (adelantada por Bolsonaro, no se rían) y un desmembramiento de las fuerzas reunidas (estudiantes, mujeres, indígenas, trabajadores, artistas, intelectuales), se necesita poner en primer lugar de cualquier estrategia aquello que cancele el predominio imperial de Washington.
¿Qué sigue después de inundar las plazas, tumbar o arrodillar presidentes? La ilusión de lograrlo votando gobiernos que prometen cambiar el rumbo no ha sido suficiente, y como vimos en Brasil, Chile y Argentina, rebota en regímenes de ultraderecha. Falta mucho por andar.