El Serviniano Clásico dejó de existir

Por Federico J. Mancera-Valencia

—Enrique Servín Herrera nunca dejó de sorprender. En catorce años que trabajé con él dentro del Instituto Chihuahuense de la Cultura, no había mañanas y mediodías sin adquirir siempre risas y conocimientos a la vez. Tomando un café  y un pay de manzana o de nuez. A mediodía, un “burro” o lo que la voluntad paciente y fiadora de los locales nos concedieran. Escuchar las poesías de diversos autores, pero desde la excelente imitación que hacía de Octavio Paz y de Alí Chumacero o de otros cientos de poetas, resultaba asombrosa la exactitud de las palabras, de los ritmos y del análisis literario.

Escuchar sus experiencias como maestro de poesía y haikús fue siempre un agasajo literario. Recorrimos parte del suroeste norteamericano, con su fluidez natural del inglés, pero además escucharlo entablar conversación con persas, griegos, portugueses y franceses, no era común, era de llamar la atención de todos los comensales en los restaurantes que visitábamos. Recuerdo las  conversaciones y debates que tuvo con David Lauer, Nacho Guerrero, Roberto Ransom, César Santisteban, Arturo Rico Bovio, José Arreguín, Rogelio Treviño, en el antes ICHICULT; todas eran de grabarse y publicarse.

Vimos despedir a Nacho Medrano, Alma Montemayor, Rafael Ávila, Rogelio Treviño y otros amigos muy queridos. Aplaudir y festejar los premios de René Acosta; sufrir los cambios de sexenio y compartir la zozobra de quién sería el nuevo director del ICHICULT. Su nerviosismo sexenal era evidente, principalmente después de redactar en colectivo desplegados a favor del desarrollo cultural. 

En el 2000, cuando preparábamos la primera redacción de la Ley de Patrimonio Cultural del Estado, durante una reunión de consulta pública, de manera espontánea la poeta Lilly Blake sugirió, que como ejemplo de declaratorias, se iniciara con la de “persona patrimonio vivo” o “patrimonio cultural viviente” tanto para Alberto Carlos como para Enrique Servín. El primero con su naturalidad, dijo: “que declaren a la más antigua de su casa” y Enrique, sólo dijo: NO, con toda la cara ruborizada.

Los últimos diez meses del 2019, trabajamos juntos para la elaboración del Manual de Ralámuli Escrito. Él afirmaba que “aunque implicaran múltiples críticas, la uniformidad de la escritura del ralámuli permitiría abrir una ventana a la continuidad histórica del pensamiento indígena del norte de México”. Como lingüista, tenía claras las implicaciones socioculturales y políticas que significa la estandarización de la lengua escrita del ralámuli y así mismo de los debates interinstitucionales que esto desataría. Ya no lo vio. Pero dejó la ventana abierta.

Él me llamaba Sasas´vrika  An´muna-sai, en lengua del Serviniano Clásico; bromeaba que era “la única lengua que nació muerta”, pues él la creó. Desarrolló su escritura y su gramática. Nunca dudé que pudiera considerarse a Enrique Servín Herrera como el J. R. R. Tolkien y el León Portilla del septentrión mexicano. Por eso creo que mucho del saber de la humanidad se ha ido con él.

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