Tributo al tlacoyo

Por Francisco Ortiz Pinchetti

—En pleno debate acerca de la introducción en nuestro país del llamado etiquetado frontal para bebidas azucaradas y productos ultra procesados, que pretende prevenir al consumidor de manera contundente sobre su alto contenido de azúcar, sal o grasas –y al que por supuesto se oponen con toda su fuerza los grandes industriales del ramo–, nos viene como bálsamo la conmemoración del día dedicado a nuestro nobilísimo maíz, alimento ancestral de los mexicanos.

Este domingo 29 de septiembre, en efecto, es el festejo de San Miguel, que coincide con las fechas en que en el campo se realiza el corte de los primeros elotes de la cosecha, esos elotitos tiernos que cocidos son una delicia. Por eso se determinó que fuera Día Nacional del Maíz… que debiera por cierto merecer mayor atención.

Suena obvio afirmar que el maíz es el alimento más importante de México. Según cifras de la FAO, en ningún otro país del mundo se consume tanto como aquí. En el ciclo 1917/1918 el consumo per cápita mundial se ubicó en unos 17.4 kilogramos; pero el de los mexicanos llegó a 130.8 kilogramos por habitante al año.

Y es que el cereal nacional por excelencia no tiene desperdicio. Aunque la tortilla es su forma de consumo más frecuente y generalizada, hay otras varias maneras de prepararlo. Las principales están en la 4T: tortillas, tamales, tlacoyos y tostadas.  Sin contar por supuesto el atole, el pozole, las chalupas, los sopes, las quesadillas, los esquites, el pinole, las gorditas, los molotes, las corundas, los panuchos y una variedad infinita de tacos.

Según especialistas en Nutrición, de todos esos –y otros– usos del maíz, el más nutritivo y sano es el tlacoyo, además de muy barato, llamado también clacoyo, tlatoyo o tlatlaoyo en diferentes regiones.  En promedio, un tlacoyo de frijol de 60 gramos contiene 170 calorías, cuatro gramos de grasas, 16 de carbohidratos, ocho de fibra y ocho de proteínas.  (Además, tanto el maíz como las leguminosas, que es el caso del frijol, contienen sustancias bioactivas con efecto antioxidante e hipocolesterolémico; es decir, disminuyen los niveles de colesterol LDL o “malo”).

Hace un año, en el marco de las fiestas patrias, la Alianza por la Salud Alimentaria lanzó el “Reto del Tlacoyo”, que consiste en invitar a la población a revalorizar la comida tradicional mexicana a través de este platillo, para evitar el alto consumo de ultraprocesados. “México vive una de las peores paradojas en materia de alimentación: por un lado, la cocina mexicana es reconocida como Patrimonio de la Humanidad por su gran variedad y riqueza y, por otro, los mexicanos nos convertimos en los mayores consumidores de comida chatarra y refrescos”, ponía la convocatoria.

Agregaba que el abandono de los alimentos tradicionales y de nuestra cultura culinaria, de gran variedad y riqueza, relacionada con la diversidad biológica y cultural de nuestro país, y su sustitución por alimentos y bebidas altamente procesados y no saludables, es la causa principal de las declaradas emergencias epidemiológicas de obesidad y diabetes desde 2016. La mala alimentación está ya considerada la causa principal de enfermedad y muerte en nuestro país.

No tengo datos actuales sobre los resultados de #RetoTlacoyo hasta ahora; pero me sumó decididamente a esa iniciativa, consciente del valor nutricional, cultural e histórico del tlacoyo, un alimento tradicional del centro del país cuyo consumo data desde mucho antes de la llegada de los españoles al continente americano. Su antigüedad se estima en unos mil 200 años. Cuando los antiguos pobladores de lo que hoy se conoce como México emprendían largos viajes, llenaban su “itacate” con tlacoyos y su guaje con agua o pulque. Y a chingarle.

Según algunas crónicas, incluida la de Bernal Díaz del Castillo, los españoles probaron los tlacoyos por primera vez en el tianguis de Tlatelolco, el barrio comercial de la Gran Tenochtitlan, y les gustaron tanto que incluyeron este alimento en su dieta, con alguna variante en el relleno, como es el caso del requesón. Lo más notable es que llega hasta nuestros días prácticamente sin modificaciones.

Su composición básica es como siempre la masa de maíz nixtamalizado y suelen ir rellenos de frijol, haba o, como decía, requesón. Su presentación también varía, aunque la clásica es que se cubran con nopales, cilantro, cebolla, queso y salsa picante, verde o roja. En algunos lugares, como en la Sierra Norte de Puebla o en localidades hidalguenses como Huasca de Ocampo o Mineral del Monte, son pequeños y se sirven “ahogados” en una salsa a base de jitomate. Otras variantes se conocen como huaraches, petroleras o memelas, pero son básicamente lo mismo. ¡Las he probado todas!

En el changarro de tlacoyos y quesadillas más concurrido de la Villa de Milpa Alta, a las orillas de la capital, pedí la receta. Me dijeron que se requiere un kilogramo de masa de maíz nixtamalizado, un kilo de frijol negro cocido con una cucharadita de tequesquite, cinco chiles serranos, dos cucharadas de aceite, sal al gusto, 300 gramos de queso fresco rallado, salsa roja o verde.

Hay que moler los frijoles con los chiles, sazonarlos y freírlos en aceite caliente. Se dejan que se sequen, hasta que tengan consistencia de un puré. Luego se forman bolitas con la masa de maíz y se coloca en el centro una cucharada de ese puré de frijol. Se doblan los dos extremos de la tortilla hacia el centro, rodeando el relleno, y se le da una forma ovalada. Entonces se cuecen los tlacoyos en un comal y se retiran hasta que estén dorados. Se colocan en un platón y se les agrega encima la ensalada de nopales, un poco de queso y la salsa. Así de simple.

En suma, se trata de un platillo verdaderamente sabroso, rico en todos sentidos, cuyo consumo debería ser mucho más generalizado y frecuente. Tiene ese gusto inconfundible de lo mexicano. Y hay sin embargo quién prefiere una rebanada de pizza con mortadela. Válgame.

@fopinchetti

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