Por Hermann Bellinghausen
—Los rebotes de la Historia son de largo alcance. No es exagerado decir que la masiva presencia de familias congoleñas en la frontera sur y a lo largo de las rutas subterráneas de indocumentados en el norte es herencia directa del infame rey Leopoldo de Bélgica. Estamos obligados a revisar las historias de Honduras, Haití y otros países en desgracia permanente, cuyos exilados cruzan la frontera de México todos los días y desafían a una población habitualmente xenófoba de clóset con su habla, su aspecto y color, su diferencia. En vez de vociferar que pidamos cuentas al gobierno de Honduras y no al de México, y demandar en redes sociales, con lenguaje lamentable, que se les aplique la ley para que entiendan, como dijo el carnal Marcelo, que no queremos que pasen por aquí, debemos ubicar su condición de víctimas en países destrozados históricamente por las potencias blancas. Las mismas que hoy les cierran las puertas con arrogante violencia.
La verdadera desgracia del Congo comenzó hace poco más de un siglo con el primer gran genocidio moderno, que según algunas estimaciones exterminó más personas que el nazismo o los estalinismos, aunque sus víctimas tengan menos publicidad (claro, eran negros) que las del Holocausto y otros crímenes masivos del siglo XX. Mario Vargas Llosa destaca como gran injusticia histórica que Leopoldo II, rey de los belgas muerto en 1909, no figure, con Hitler y Stalin, como uno de los criminales más sanguinarios del siglo XX.
Un extraño olvido, a pesar de que también generó el primer gran movimiento internacional del siglo XX en defensa de los derechos humanos, reconstruido por Adam Hochschild en El fantasma del rey Leopoldo: una historia de codicia, terror y heroísmo en el África colonial (Malpaso, 2017), un libro extraordinario. Es el retrato de un asesino serial que nunca vio una gota de sangre derramada ni puso un pie en el Congo. El Estado Independiente del Congo, inmenso territorio de África Central, era la única colonia del mundo reivindicada por un solo hombre. Es decir, no era colonia belga, sino el rancho fabuloso de Leopoldo, uno de los hombres más ricos de su tiempo. Supo seducir a los medios de comunicación, la Iglesia, los empresarios y los gobiernos. Disfrazó como benigna cruzada civilizatoria la muerte por trabajo a destajo (ni comían ni descansaban sus millones de esclavos) y el mundo le aplaudió y aceptó sus beneficencias. La cultura se nutrió del millonario, y al igual que hoy, los creadores sabían que ese dinero privado (tan privado como su ejército mercenario) estaba manchado de sangre, pero lo ignoraron.
No que la tragedia carezca de su canto magistral, El corazón de las tinieblas, pero ya pocos asocian la novela con el lugar real, mejor imaginan la selva de Apocalipsis ahora. Pero Joseph Conrad, cuando todavía era Korzeniowski, sí navegó el río Congo y vio las atrocidades que cometía la empresa de Leopoldo: Societé Anonyme Belge pour le Commerce du Haut Congo. También conoció las protestas convocadas por Edmund Dene Morel, los esfuerzos diplomáticos y la versión de Roger Casement (ambos, ciudadanos británicos). A Casement y el viaje de Conrad al Congo dedica WG Sebald un capítulo clave de Los anillos de Saturno. De ese Congo, lugar de tinieblas, como la entera historia del colonialismo, en su mayor parte no está escrita. Sebald subraya que Leopoldo murió sin haber respondido por ninguna de sus acciones.
Hochschild y Sebald reconstruyen cómo ese rey es hoy una anécdota de su país, si bien Sebald en años recientes, como Conrad hace un siglo, vio Bruselas, hoy capital de Europa, con sus bombásticos edificios, como un monumento funerario sobre la hecatombe de cuerpos negros, donde los transeúntes comparten íntimamente el oscuro secreto congoleño.
Hochschild no deja de reiterar la ausencia de memorias a largo plazo o historia oral completa de un sólo congoleño durante el periodo de máximo terror (1890-1910). Tampoco debemos ignorar que la desgracia no abandona esas tierras. Sú única oportunidad de cambiar su historia fue Patricio Lumumba, y la CIA se encargó de asesinarlo en 1961. Siguieron la larga dictadura brutal de Mobutu, la del liberador Kabila, y las guerras interminables por sus productos. La del coltán terminó en 2003. Hoy son otras.