Por Karina Ledezma y Jesús Chávez Marín
El teniente Pedro Zuloaga puso en la rockola del Balalaica esa de me quito la camisa por un buen amigo, hoy vivo millonario mañana mendigo mi dicha y mi dolor a nadie se los digo por eso nadie sabe cuando estoy gozando cuando estoy herido. Andaba celebrando que en el 52 Batallón de Infantería le dieron veinte días franco por sus buenos servicios prestados a la patria, o sea, en este caso, sus hábiles servicios de chofer a tres jefazos del centro, generales de división, que recorrieron en persona los cuarteles de toda la república. Los militares se sentían seguros cuando el teniente iba a cargo: además de magnífico conductor, era de esos mecánicos que lo saben todo, ya que años ha fue jefe de taller en la Chrysler.
Ya iba por su segunda cerveza Negra Modelo cuando llegó Ricardo, a quien recibió con grandes abrazos y ese júbilo ruidoso con el que suelen saludarse los amigos en la cantina. Luego de cinco minutos de cariño y aspavientos entre quienes eran los grandes cuates desde la más tierna infancia, Zuloaga dijo en voz alta:
―Julián, ven por favor a ver qué toma aquí el licenciado Ricardo Morales, y cárgalo a mi cuenta.
―En seguida lo atiendo, Pedrito. Nomás déjeme despachar esta charola de coronitas en aquella mesa del rincón ―respondió solícito Julián, quien era el tradicional cantinero que todo lo sabe y al que todo mundo le pide un consejo, pero quiero que tú no me engañes, no me digas que no eres parejo como en la famosa canción de José Alfredo.
―Bueno, pero no te tardes. A las personas distinguidas hay que atenderlas ipso facto ―concluyó el militar, quien, por supuesto venía de civil, como debe de ser. El reglamento militar tiene muy penado a los señores de la vida castrense asistir uniformados a los lugares de solaz y esparcimiento.
Bueno, ya. Luego de tantos prolegómenos, una vez que le hubieron servido al abogado su whisky con dos hielos y agua mineral, y luego de brindar por el gusto de vernos con su gran amigo Pedro Zuloaga, quien sostenía el respectivo tarro de Negra Modelo, le dijo:
―Pedro: me dio un chorro de gusto verlos a ti y a Blanca en la maternidad cuando nació mi Ricardito Junior, qué detallazo tan inolvidable. Tu señora es una fina persona, y tú, ni se diga. Desde ese día pensé una cosa que ahora voy a decirte: Mi esposa y yo queremos pedirles que sean los padrinos del Junior, sería un gran honor para nosotros y para el chiquito.
―Hombre, Ricardo. El honor es para mí. Para nosotros, digo. Que nos hagas compadres con tu primogénito me alegra como no tengas una idea ―se precipitó a responder Pedro Zuloaga, que en ese momento se sentía poquito menos que Pedro Infante, sobre todo porque en la rockola sonaba la de qué te ha dado esa mujer que te tiene tan engreido querido amigo.
―Mi Pedro, no te vayas a molestar, pero no quiero que me des el sí en este momento. Antes quiero que le preguntes a tu señora si acepta ella, no vaya a ser que tenga otros compromisos o que por angas o por mangas no quisiere. Estaría en todo su derecho, ¿no crees? ―preguntó con prudencia casi jurídica Ricardo.
―Para tu información, compadre, Blanca y yo estamos de acuerdo en todo. Estoy seguro de que no necesito ni preguntarle; ella te estima un montón, sabe que tú y yo somos poquito más que hermanos.
Luego de los arrumacos amistosos vinieron las confesiones más ocultas, como suele suceder en las conversaciones del viaje alcohólico; luego el sentimentalismo adolorido, el leve conato de bronca, la reconciliación arrepentida y cálida, todo eso. Cinco horas después, se despidieron muy contentos y achispados.
Pero una cosa es la fantasía de la jarana y otra la realidad conyugal. Pedro no acostumbraba emborracharse a lo bruto, más bien era moderado aunque alegre. Cuando estaba en la ciudad, llegaba los sábados por la tarde al Balalaica donde estaba su tertulia, el cantinero y las cantineras lo conocían de nombre y lo trataban como de la familia; se iba temprano, para las diez de la noche ya estaba en su casa. Pero ese día se le pasaron las copas, llegó tomado y ruidoso y, claro, Blanca parecía bastante molesta, por no decir que muy encabronada.
―Mira como vienes, Pedro, no tienes vergüenza. En esas condiciones te verían tus hijas si estuvieran despiertas a estas horas ―aulló, echando chispas con la mirada y con el rictus de su boca doblada por el coraje.
Y fue aquí cuando al hombre se le cruzaron los cables, porque cometió la imprudencia de decirle en ese mismo momento lo del compadrazgo, como si esa fuera la gran noticia con la que ella se contentaría de inmediato:
―Te traigo una gran noticia, mi amor, con la que me vas a perdonar de inmediato: estuve con Ricardo y nos pidió a ti y a mí que seamos los padrinos de su recién nacido.
A ella Pedro nunca le decía mi amor, y eso le dio un poquito de ternura, pero el tal Ricardo le caía como patada de mula, no soportaba que sonsacara tanto a su marido. Y ahora resulta que este pelmazo, en plena borrachera, le dice que ahora serán hasta compadres. Primero muerta:
―Pues no, chiquito. Si me preguntas, mi respuesta es no. También si no me lo preguntas: No. Y si ya le dijiste que sí, que no lo dudo ni tantito, a ver cómo le haces para decirle esto: No, no y no.