Por Guadalupe Ángeles
I
Antier en el taxi que me llevaba a la central camionera me asaltó (lugar común) uno de esos principios de novela que no van a ninguna parte: “Yo también, como todos los que se van lejos, tenía esa ansia de lejanía”, ¡qué barbaridad, tres ía muy juntos! Recordaba que, no sé si el recuerdo ‒¡ !‒ vendría de una vida pasada o de algún otro dentro de mí (sí, era yo en las horas llenas de silencio de mi infancia) cuando escuché el tren y quería irme (¿es que había visto en la televisión algún programa en el que los vagabundos recorrían el país viajando de incógnito en el tren? ‒felices días tan lejos en el tiempo, cuando no existía “la bestia”‒. Quizá por esa confusión de vidas vividas o prestadas es por lo que ahora, junto al mar, escuchando el sonido del oleaje, y como a todos les sucede, supongo, me da por filosofar, también porque hay en esta arena oscura muchas piedras que llaman mi atención y quisiera llevarlas conmigo pero sé que no puede ser, y elegir una o algunas entre tantas trae el problema, precisamente, de observar sin desear poseer. Así pasa con todo, con piedras y personas, acaso la edad es la única que da la perspectiva para entender que no es necesario poseer, la belleza está ahí, en piedras y personas, eso está bien, no es necesario poseer ni piedras ni personas hermosas, su sola existencia dignifica la vida, querer aprisionarlas sería como querer que el mar nos cante esa danza hermosa de su oleaje todos los días al oído, como dicen que se escucha el ponerlo en una caracola de mar, ¿de esa leyenda nació el deseo de poseer caracolas, piedras y personas? Y tenerlas por el simple placer de decirnos: “Es mía” la piedra, la caracola, la persona que no canta la música del oleaje. Y de ahí, el pequeño filósofo que todos llevamos dentro empieza a forjar la historia del vacío eterno que somos, todos, como una casa nueva, queremos amueblarnos con sonidos, caracolas, piedras y personas para fingir en serio que somos diminutos universos llenos de música y belleza. O quizá anhelamos esta otra forma de silencio que es la voz del oleaje para entender que como agua de mar o de lluvia somos, pese a nuestros huesos y carne, también piedra y caracola y diminuto engranaje del universo todo y en un silencio verdadero vendrá el día de sí ser agua y sal de mar, gracias al milagro de mayor misterio que no conocemos por el cuerpo, si no por el propio silencio desde el que ya no podremos dar alguna palabra ni a personas, ni a caracolas ni a piedras; el único silencio más grande que nuestra vida: ese mar llamado muerte. Esa vida no conocida pegada a nuestra existencia como la nube a la lluvia, como la ola al mar.
II
¿Qué tan fuera de mí puedo ir? El vehículo puede ser mi oído: si escucho el ritmo del agua en su borboteo. ¿Qué puedo concluir de ese ir y venir del cuerpo de agua lanzándose hacia arriba y hacia abajo una y otra vez? ¿Y si el agua cae sobre mi espalda, luego de andar entre las piedras? ¿Qué tan lejos puedo ir de mí? Desaparezco y no, todo es un estar y no. Soy la ráfaga, soy otra piedra donde caer.
La materia de mis huesos es protegida por los músculos y la carne ¿qué tan lejos puedo ir de mí si escucho a los pájaros, qué dicen? Soy una profunda ignorancia de mí, solo sé que llegará el momento en que mis pulmones necesiten más aire y tendré que dejar de jugar a ser la máquina que bajo la superficie va y es impulsada por un mecanismo de tendones y huesos para ir más allá de sí misma. Contrario al impulso de horadarme hasta llegar a la transparencia del alma, insisto, con el agua y su voz, ¿qué tan lejos puedo ir de mí?
III
Si conozco los puentes, si he visto debajo de ellos, la madera que lo forma, entiendo ahora que soy un diminuto pez, bajo la mirada amorosa, brillante de ese robot que viste el tocado de monja capuchina, si en ese brillo que me ilumina desde sus pupilas iridiscentes, soy el pez que sobre sus pulmones dibuja branquias azuladas, blancas unidades de células vivas, y de todo color de angustias viejas solo guardo la conciencia de huir de sí que, poco a poco se desdibuja como el color de un cielo atardecido. Así, al igual que el día deja de ser y el anochecer viene en su oscuro rumor, así, con los blancos manteles largos y su danza ambarina, llena de estupor, vestida de paz, nace mi conciencia de ser el pez dorado, diminuto que inventó ese robot para su solaz.
¿Qué son veinte minutos en la vida de un pez? ¿Qué es ese lapso en la mirada amorosa de un robot? ¿Acaso la caricia del viento en esa planta de luz tiene sentido medirla en instantes? Ese tiempo duran mis piernas en transformarme, gracias a su movimiento, en una nueva especie, esa que desconoce el lenguaje con que nací, si acaso el habla me hizo humano, este silencio habitado por el fragor del agua me hizo ser este tránsito que solo define una huida, un abstracto dejar de ser. ¿Liberada?