Ortiz-Pinchetti: Dos hermanos

Por Francisco Ortiz Pinchetti

A la memoria de José Agustín Ortiz Pinchetti.

A diferencia de la mayoría de los hermanos, José Agustín y yo convivimos muy poco en nuestra niñez. En cambio, nos encontramos años después, ya adultos, en un país llamado México.

Una distancia de ocho años de edad entre él, el mayor de cinco hermanos, y yo, el cuarto,  hizo naturalmente imposible que compartiéramos juegos y vivencias infantiles. Seguramente él ya lideraba la pandilla de chamacos de la cuadra, en calle Río Ebro de la colonia Cuauhtémoc, cuando yo apenas balbuceaba.

Estuvimos en la misma escuela, el Instituto Patria de los jesuitas, pero ni siquiera compartimos el mismo edificio. Yo ingresaba apenas a primero de primaria cuando él cursaba ya segundo de secundaria. Y apenas terminaba mi educación básica cuando José Agustín se graduaba de bachiller, con todos los honores por cierto, con grado de Brigadier General que era la máxima distinción académica de la hoy desaparecida escuela.

Desde entonces fue para mí, repetidamente, motivo de orgullo.

Unos años después, ya estudiante de Leyes en la Escuela Libre de Derecho, fue mi maestro de Historia de México en tercero de secundaria en el Patria mismo y me enseñó a querer a este país. Y mientras yo hacía mis primeras talachas reporteriles, él ya era un joven y exitoso abogado.

Ambos vivimos de manera distinta  los acontecimientos del 2 de octubre de 1968. Recuerdo que vino con unos amigos a la casa de mis padres, donde yo convalecía,  para que les contara a detalle mi experiencia en el tercer piso del Edificio Chihuahua de Tlatelolco en aquella tarde infausta. Por esos tiempos él pertenecía a un grupo de jóvenes que se habían acercado al ex gobernador de Tabasco y dirigente nacional del PRI (1959-1964),  Carlos Alberto Madrazo Becerra,  atraídos por sus propuestas democratizadoras del entonces partido hegemónico e invencible. El experimentado político fracasó en su intento.

Compartí pasajeramente con José Agustín, tres años más tarde, su participación al lado de Heberto Castillo en la formación de un nuevo partido político. Recién salido de la cárcel el ingeniero, coincidimos justo el 10 de junio de 1971 (Jueves de Corpus) en una reunión que con ese fin convocó en un hotel de la colonia Juárez. Ahí irrumpió inesperadamente un muchacho afín a la causa para informarnos, aterrado, lo que acababa de ocurrir por los rumbos de San Cosme, cuando los Halcones agredieron a balazos a una manifestación estudiantil pacífica. Nos apremió a  disolver inmediatamente nuestra junta. A diferencia de mi hermano, nunca participé formalmente ni el CNAO ni en la fundación del  Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT).

Desde ámbitos, actividades  y vivencias muy diferentes, lejanas a veces, ambos descubrimos la lacerante realidad de un país esencialmente injusto y desigual en el que una elite privilegiada gozaba y sigue gozando de la riqueza y el poder, en detrimento de una mayoría explotada y empobrecida. Y coincidimos en que esa situación  sólo podía modificarse a partir de una reforma del sistema político autoritario y corrupto, mediante una democratización del país que hiciera posible el advenimiento de una postergada justicia social verdadera y profunda para que todos los mexicanos tuvieran oportunidades iguales.

De ahí en adelante, mi hermano mayor y yo nos mirábamos un  tanto a la distancia, pero nunca dejábamos de mirarnos. El seguía mi trayectoria periodística en Revista de Revistas, Ultimas Noticias y  Excélsior y yo su participación en organizaciones civiles por la democracia, como el Movimiento Ciudadano por la Democracia (MCD), el Grupo de los Nueve, Alianza Cívica, el seminario del Castillo de Chapultepec, el Grupo San Ángel,  previamente a su nombramiento como consejero electoral en el primer consejo general ciudadanizado del naciente IFE (1994-1996), junto a Miguel Ángel Granados Chapa (que había sido su pasante como abogado, por cierto), José Woldemberg, Francisco Paoli Bolio y Santiago Creel Miranda,  entre otros.

El mayor de los Ortiz Pinchetti cuestionaba el autoritarismo de los gobiernos del PRI. Repudiaba el presidencialismo, los fraudes electorales, la simulación. Como lo reconocieron representantes de todas las fracciones parlamentarias durante el homenaje luctuoso que se le rindió en el Senado de la República, el miércoles pasado, fue partidario del pluralismo, el diálogo, la interlocución y la concertación política. Y promotor de la participación ciudadana, las alianzas políticas y de manera muy subrayada de la autonomía plena, indispensable, de los organismos electorales.

“Elecciones libres y justas, transparentes”, postulaba el autor de La democracia que viene (Ed. Grijalbo, 1990). “Que los votos se cuenten y cuenten”.

Solidario, acompañó en 1976 nuestra salida de Excélsior a raíz del golpe de Luis Echeverría Álvarez contra el periódico dirigido por Julio Scherer García y el nacimiento de Proceso. En los inicios del semanario  escribió semanalmente su “Guía del domingo”, donde daba sugerencias para paseos de fin de semana.

A partir de entonces nuestros encuentros fueron más frecuentes. Le gustaba escuchar los pormenores de mi trabajo como reportero, a menudo referido a cuestiones electorales precisamente, incluidos fraudes como los de Chihuahua (1986) y Guanajuato (1991) que me tocó cubrir para Proceso.  En el llamado Verano Caliente Chihuahuense, que cubrí exhaustivamente, él estuvo como observador y escribió su testimonio de esos comicios en La Jornada., en la que por cierto tuvo durante varias décadas y prácticamente hasta su muerte una columna semanal, El despertar.

Muchas veces compartimos nuestras experiencias personales y coincidimos en apreciaciones sobre los acontecimientos políticos nacionales. No coincidíamos en cambio en el tema de las geometrías políticas e ideológicas. Me parece que no le era muy fácil entender que mi trabajo estaba basado en la investigación periodística, en la descripción de la realidad, en los hechos, y que no estaba condicionado por ninguna ideología y menos filiación partidista. Ni izquierdas ni derechas. Menos un periodismo militante. Como dijera el inolvidable Vicente Leñero con respecto a Proceso, “éramos ideológicamente… ¡periodistas!”.

En los últimos años discrepamos radicalmente en nuestra visión del presente político de México, por supuesto. Nos dimos uno que otro agarrón, claro, y no por cuestiones de ideología o filiación partidista. Sin embargo, superamos siempre esas diferencias y respetamos mutuamente nuestros puntos de vista diferentes. Siempre. Comprobamos que se puede disentir, pero con apertura, diálogo y tolerancia.

Poco antes de la pandemia decidimos escribir cada quien nuestra respectiva visión de México desde el tamiz de nuestras propias vidas. Y publicar ambos textos en un solo libro. Afortunadamente culminamos ese proyecto editorial. Lo titulamos Dos hermanos, un país (Ed. Porrúa, 2024). La presentación estaba ya programada cuando ocurrió el deceso de mi entrañable José Agustín, el pasado 3 de agosto. (La llevaremos a cabo tal cual, como un homenaje a su memoria. Los presentadores serán el historiador Lorenzo Meyer y el periodista Sergio Sarmiento. Tendrá lugar el miércoles 28 de agosto a las 17 horas, en la librería Porrúa del bosque de Chapultepec).

Se trata, pienso, de un ejercicio singular, en el que el telón de fondo es la transición de México a la democracia. José Agustín la cuenta como promotor y protagonista; yo, como el cronista que soy. Válgame.

@fopinchetti

Francisco Ortiz Pinchetti
Fue reportero de Excélsior. Fundador del semanario Proceso, donde fue reportero, editor de asuntos especiales y codirector. Es director del periódico Libre en el Sur y del sitio www.libreenelsur.mx. Autor de De pueblo en pueblo (Océano, 2000) y coautor de El Fenómeno Fox (Planeta, 2001).

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