LAS PAREDES HABLAN. Emiten voces como si fueran estación de radio, llamada telefónica, conversación entre fantasmas. ¿O me estoy volviendo loco? Hablan en lenguas. La mayoría las desconozco. Alarmadas a veces, imperiosas, inquisitivas, siniestras, susurrantes, ahogadas, insinuantes, cosquillosas.
Callan a intervalos. Si trato de grabarlas, se hacen audibles sólo para mí, en una trama de enredos, de esas que gritas: vengan, vengan a oír
, y cuando tus testigos aparecen, las paredes callan, ríen en tu cara.
Me convenzo de que conmigo pierden su tiempo, no les hago caso aunque me distraigan con burlas, la cacofonía de sus gustos, la torpeza en onda corta de sus gestos. Se fingen sordas como un balde lleno de agua, de nada sirve gritarles o inventar respuestas, entonces la transmisión es pésima, se corta en ataques de estática.
Lástima, mi cortedad de lenguas. Apenas puedo con una. Para la algazara que traen, algo deben significar. Dictan, reparten instrucciones y reproches que nadie se atrevería a pronunciar delante de los niños. Usan para el efecto pantallas, dispositivos, vasos, agujeros, bocinas, coladeras.
¿Qué tal si abro puertas y ventanas? ¿Entrarán voces reales, ruidos materiales, los cantos de ave que se ahogaban al reverso de la intemperie en el colapso de mi locura?
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LAS PAREDES VEN. ¿A cuántos ojos te expones a lo largo del día? No los de tus pares humanos concretos en el transporte, la vecindad, la escuela, la calle, el tianguis, la tiendita, la fila. Esas son miradas legítimas, tienen color, ciertas dioptrías, alguna subjetividad.
Hablo de los ojos trans-humanos, a control remoto desde alguna cabina con monitores. Millares de cámaras asoman en pasillos, esquinas, locales, estacionamientos, se sospecha de que nos siguen al baño, no vayamos a meternos un perico o sacar lo peor de nosotros, que no es la mierda. Las paredes se han vuelto transparentes, o llenas de hoyos virtuales como un gruyer digital. Los techos abren tamaños ojos en los corredores de centros comerciales, aeropuertos, bancos, estadios. Las multas de tránsito las decide el ojo de una computadora.
Los dispositivos no sólo conectan e hipercomunican a nuestro aparente albedrío. También nos espían 24/7, hasta dormidos. El algoritmo no descansa, los rastreos son un cuento de hadas cumplido para policías, ladrones, metiches y vendedores. Reconocimiento facial garantizado. Sonríe, no pasarás desapercibido. Todos somos sospechosos.
Esos ojos dan ahora las noticias, deciden guerras y campañas políticas. En dron saltan cercas y penetran donde no estaba permitido. La violación de la intimidad ya no es delito. Reina un hipócrita voyerismo.
Para colmo, los ojos saltaron de las paredes, los postes y los semáforos para anidar en nuestras manos, rara vez en el bolsillo. Ojos con los que espiamos mientras la matriz nos escruta, mide y captura. Somos cómplices entusiastas de los usurpadores de nuestros secretos. ¿Quién podría delatarnos mejor que nosotros mismos?
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LAS PAREDES OYEN. Las casas se volvieron cajas de resonancia con muros de papel o su equivalente, extensión de aquel celoso azote de Leonard Cohen: The walls of this hotel are paper thin/Last night I heard you making love to him. No en vano los siglos que han corrido dieron pie a escenas burlescas, aristofánicas, celestinescas, hamletianas, o el título proverbial a una comedia del taxqueño Ruiz de Alarcón. Pero las paredes actuales están atentas a nosotros sin reposo. Nos escuchan todo el tiempo. Nuestra soledad es pública.
Pasamos el día en una cascada de monólogos con las cosas, hablamos a objetos inanimados igual que los antiguos apelaban a los elementos o al ídolo de su elección. Aunque El Omnipresente patentó tal amenaza milenios y religiones atrás, y siempre hay quien la crea, la novedad técnica consiste en que los dispositivos nos crean la ilusión de ser escuchados, mientras las paredes mantienen la oreja parada con otros fines que no son los de Dios.
Temerlo da locura. Recuérdese La conversación (Francis Ford Coppola, 1974). El experto en vigilancia secreta Harry Caul (Gene Hackman) en un ataque de paranoia acaba destrozando las paredes de su departamento, arranca tapices, yeso y rellenos en busca del micrófono enemigo. Todo para terminar tocando su saxofón donde ya nadie lo escucha.
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LAS PAREDES GRITAN. ¿A qué lengua traducir la violencia del muro rociado con prisa en colores eléctricos y calientes que alumbran la suciedad? La historia oficial ya digirió el meticuloso trabajo de los grandes muralistas que posaban junto a su obra, de capa y espada bajo banderas rojas.
Las calles abundan estos días en decorativas estampas folclóricas libres de todo mal, con la misión de ocultar exclamaciones sin aparente sentido, que taladren el buen gusto, la comodidad del Estado o le disputen poder a la propaganda y la publicidad. El nombre de una desaparecida. Un poema roto. Una intervención sarcástica sobre la sonrisa del candidato a cantante o diputado. Un escupitajo indeleble.
Un ladrillo cae de la pared. Atención: se puede arrojar.