Por Hermann Bellinghausen
—Las sombras de la noche golpeaban el parabrisas como si quisieran destrozarlo. Tenían el viento a su favor, completamente. Viento y sombra eran brutales. El vehículo se cimbró en repetidas ocasiones. Desmayadas por su estatura, que les pesa como si fueran el árbol que nunca serán pues no tienen la madera ni la dureza de piedra de la vida duradera, las palmeras casi caían, rotas, pero han aprendido la lección zen de los juncos: doblarse sin quebrar.
Comenzó a llover con fuerza y abundancia una multitud imprevista y agónica de flores rojas, intensamente rojas. En pocos minutos las calles, las carreteras y los patios quedaron alfombrados por una ola de flores y pétalos de las ramas más altas que se fue como llegó, de pronto, atropellada por el empuje de un aire que no quería dejar nada en su sitio. Ni la sangre. Los árboles en cambio, robustos y variados, de roble a ceiba a mil veces mentados pinos de toda laya, parecían firmes. No así sus copas, que se agitaban violentas contra el fondo claro de una noche no bien declarada. Una claridad extraña. La noche, joven pero ya no ausente, anunciaba el cambio de estación.
En los poblados los postes se zarandeaban y una ola de pavor agitaba tejados y cobertizos, se arrebataban los toldos de un plumazo, los lazos deshilachados de los tendederos latigueaban con desgano, rotos. La gente guardaba bicicletas, caballos y familia. Al gallinero las gallinas, a la cama los niños y los adultos a la vela ante una o dos flamas.
(Una U mayúscula se dobla y ulula traspasada por el aullido abierto del hocico-viento que no calla ni demora en develar el último resplandor en el lado oculto de la aurora.)
De ahí en adelante todo viró al negro, y a no ser por los faros, el vehículo ya rodaría en el vientre oscuro de una bestia astral. Un puente de dudosa hechura sobre una cañada meneó el vehículo tanto que rechinaron las llantas. Casi nos vamos, chilló uno. Nosotros no, se iba el puente, dijo el otro. Y uno: ¿Y nosotros? El otro: Estaríamos haciendo lo que más nos gusta, chiflar al viento. Pero no a un ventarrón como éste, no chingues, compadre, dijo uno. El otro nada más aceleró en una recta que parecía segura. Cuando se aproximaban a la siguiente curva, la luz de un vehículo en sentido contrario rasgó la negrura y la oscuridad pareció un escenario súbitamente iluminado. El instante no duró. Un crac espantoso retumbó y la carretera hagan de cuenta que iba a saltar hecha lajas. El otro, que yendo el volante tomaba las decisiones, metió freno. El carro se barrió sobre el débil asfalto, se detuvo bruscamente, el motor hipó y se apagó.
Ya no vieron salir de la curva al vehículo en sentido contrario, pues se interpuso la mole, más negra que la noche negra, de un ahuehuete que antecedía la invención del carro, el teléfono y quizás la máquina de vapor. En pocos segundos allí quedó, cadáver. El ventarrón seguía sin perdonar. Uno se bajó de un lado, el otro metió freno de mano, soltó el volante y también se bajó.
Apenas frenaste, wey, dijo uno. Apenas, admitió el otro calibrando los escasos cinco metros que separaban el cofre del vehículo de los trepidantes ramalazos del ahuehuete desplomado. Detrás del furor agudo del aironazo se escuchó un lamento largo, lento, no quedaba claro si provenía del ahuehuete anciano o de la tierra negra que lo acababa de perder. Uno alumbró a la derecha del camino con su celular y la muchedumbre de ramas a través de la carretera empequeñeció junto a la maciza mole rugosa de las raíces arrancadas, quizá débiles, corroídas por la huella humana.
Me siento en un cuento de hadas, dijo el otro en voz muy alta porque el viento y los rumores del derrumbe arbóreo eran ensordecedores. Como alfombra siniestra, animales de dos, cuatro y cero patas, con plumas, pelos o nada, miríadas de insectos y gusanos huían despavoridos. Mal esquivaron a uno, al otro, al carro. Una marabunta, dijo uno. Y el otro: Serás idiota, nos salvamos de morir aplastados y dices eso cuando nos fue dado presenciar el llanto de la Tierra.
Al no haber paso, se dieron la vuelta en U. Pronto dejaron atrás la migración desorientada de roedores, reptiles y bichos que desertaban del árbol centenario. Cuánto se parece la vida a sí misma, dijo el otro, y encendió la radio. Pura estática.