Desde hace casi treinta años, la comunidad indígena de Ciénega de Porochi se organizó para sembrar huertos de manzano y otros frutos. Ahora, tienen un proyecto que les permite trabajar sin salir de la comunidad.
Por Raúl F. Pérez Lira | Raíchali
Chihuahua.- “Aquí toda la gente viene a trabajar”, dice Crucita Borica sentada junto con sus hijos en el centro de producción de jugo de Ciénega de Porochi, después de un largo día de trabajo. “Vienen a aprovechar, a ganar para poder comer, ya que pues nomás en esta temporada hay trabajo, cuando hay manzana, durazno, membrillos”.
La comunidad de Ciénega de Porochi se encuentra en el municipio de Urique, en Chihuahua, dentro de la cadeña montañosa conocida como la Sierra Tarahumara. Es una comunidad ralómali, como se llaman a sí mismas las personas ralámuli o tarahumara en esa región. Desde hace casi 30 años, la comunidad comenzó a organizarse para producir jugo, orejones, mermelada y conservas de los abundantes frutos que se dan en sus huertos, como una fuente de trabajo que les permitiera tener un ingreso sin tener que irse lejos de su hogar.
“Aquí trabajan hombres y mujeres”, dice Crucita, “entre todos ayudamos aquí a trabajar. A mí me gusta trabajar de todo: etiquetar, hacer jugo, moler, exprimir, pelar duraznos, hacer almíbar, de todo lo que hay”.
Los árboles de manzana y otros frutos son comunes en los hogares en esta región de la Sierra Tarahumara. El clima fresco de las alturas ―como en la Ciénega de Porochi― se presta para la manzana, el durazno y el membrillo, mientras que en el calor del fondo de las barrancas se da bien el mango, la papaya o la toronja.
Este año, Crucita está encargada de coordinar y administrar el centro de producción. Desde temprano llega para recibir las manzanas y otros frutos que traen en costales, organizar al equipo, asegurarse de que el trabajo del día esté bien hecho y cumplir con el calendario para entregar los pedidos a tiempo.
Cuando cumpla tres años en su cargo, alguien más tendrá que asumir la coordinación del centro para que más personas tengan la oportunidad de aprender y de trabajar. Además, así la producción no depende del conocimiento de una sola persona.
La temporada pasada, Jesucita Barrillasco estuvo encargada de la contabilidad. Aprendió a hacer bien las cuentas cuando trabajaba en una escuela cercana, por lo que se le hizo fácil el trabajo con las manzanas. Ahora le tocó descansar y dejó encargada a otra persona.
“Yo desde que me acuerdo las manzanas ya estaban así, grandes” dice Jesucita mientras señala los árboles frutales que rodean su hogar, manzanas delicious, rayadas, golden y uno que otro durazno que sembraron sus padres hace décadas. Este año su huerto dio menos frutos, y ella lo atribuye a la muerte de su padre.
“Cuando se acaba el dueño de la casa, ya como que no es igual,” explica. “Se da menos por dos o tres años. Todo lo que es maíz, frijol, no se da o se da muy poquito. Si no la cuida uno se echa todo a perder”.
A pesar de su muerte, dice que los manzanos siguen siendo de su padre. De ella sólo son los duraznos, los que ella sembró.
En la temporada pasada, que empieza en septiembre de cada año y puede durar dos o tres meses, llevó 36 cubetas de manzana al centro de producción, aunque en mejores temporadas pueden ser hasta 100. Cada quien lleva sus costales. Si viven cerca, los cargan en carretas o en burros. Hay quienes viven más lejos y piden ayuda a la única persona de la comunidad que tiene una camioneta, que en muchos de los casos tiene que rodear grandes distancias para llegar a los huertos.
Cuando no es posible llegar en camioneta, porque las montañas no lo permiten, el trayecto lo tienen que hacer a pie.
“Ahora trajo Marcelina, como un viaje”, cuenta Jesucita. “Con Servanda allá arriba también hay manzanas. Con Isidoro hay otra vuelta, chiquita, pero sí hay. De la Mesa viene uno también para acá a vender”.
Isidoro Lara y Margarita viven en lo alto de una montaña, alejada del centro de producción. Él es originario de otra comunidad y conoció a Margarita durante una carrera de bola o ralajípali, uno de los juegos tradicionales del pueblo ralámuli. Él era aficionado a estas carreras y viajaba por toda la región para correr.
“Corríamos noche y día, aguantábamos pasada la madrugada y ya paraban de correr porque se cansaban los demás”, cuenta Isidoro, con una manzana en la mano bajo la sombra de su huerto. Se juntó con Margarita cuando tenía 18 años y desde hace 60 que viven en las cercanías de la Ciénega de Porochi.
Las huertas de Isidoro y Margarita fueron de las primeras que se sembraron en la Ciénega de Porochi. Alrededor de 1995, la comunidad invitó a Juan Daniel, una persona mestiza, con la intención de iniciar proyectos productivos. Sabían que él ya habían trabajado con otras comunidades, así que los mandaron a llamar a través de un conocido en común.
Isidoro y Margarita desde el principio se sintieron muy entusiasmados con el proyecto.
“Nos estaban solicitando apoyos porque tenían escasez de alimentos y querían hacer algunos trabajos de protección de la tierra con trincheras. Solicitaban árboles frutales, sobre todo manzano y durazno, e incluían también el cerco para que pudieran cuidarlos de los animales”, cuenta Juan Daniel.
Pronto las demás familias sembraron sus propios huertos. Entre los árboles sembraron hortalizas y poco a poco instalaron mangueras para llevar agua desde los aguajes cercanos. Fue en 2007 ― cuando las manzanas, los duraznos y los membrillos fueron suficientes― que la comunidad comenzó a construir la Bodega, como le llaman al centro de producción, para producir el jugo.
Ahora, con más de 70 años de edad, a Margarita e Isidoro les cuesta llevar las manzanas hasta la bodega, pero otras personas de la comunidad les ayudan para bajar los costales en camioneta o burro. En toda la comunidad abundan las manzanas golden, delicious, rojas, flor de mayo, San Juan y cuitequeña. También el membrillo y el durazno. Hay bastante trabajo en la Bodega y cada año innovan en los productos que ofrecen.
“Casi no salen ahora pero antes sí iba mucha gente a trabajar afuera” dice Crucita sobre las personas de la comunidad que salen a trabajar en los campos agrícolas, como es común entre muchas personas de la Sierra Tarahumara, “a Sinaloa, a Sonora, a Cuauhtémoc, algunos van a Chihuahua”.
Casi toda la comunidad se involucra en la producción de alguna manera. El trabajo en la Bodega les ha ayudado a tener un ingreso ahí mismo, lo que disminuye la necesidad de salir a trabajar fuera.
Antes de comenzar con la producción anual del jugo y los demás productos, la comunidad realiza una ceremonia de agradecimiento. Llegan personas de las comunidades vecinas, como Wikórachi o Porochi, a ayudar y participar en la bendición. Sacrifican dos o tres chivos para hacer un caldo y bailan pascol y matachín ―las danzas tradicionales ralámuli― toda la noche. Así se aseguran de que el mundo continúe dando sus frutos y agradecen por lo que ya tienen.
Una vez que los productos son envasados o empaquetados, son llevados a comunidades y pueblos cercanos como Creel, el centro turístico más importante de la Sierra Tarahumara. Ahí se pueden conseguir su jugo y los orejones, dependiendo de la temporada, en lugares como el restaurante La Cabaña o la tienda de Artesanías Misión. También es posible conseguirlos bajo pedido en la cuenta de instagram Wikórachi.
Sin embargo, ya que es un producto que depende de la lluvia y la bondad de la tierra, el tamaño de la producción varía cada año.
“Es jugo 100 por ciento natural, sin azúcar, pura manzana molida sin agua. No está fumigado tampoco. A mí me encanta tomar jugo”, dice Crucita, “y a usted, ¿sí le gustó?”.