Por Hermann Bellinghausen
El soplamocos le dio la vuelta al mundo. El gobierno ultrapresidencialista de Carlos Salinas de Gortari se apresuró a ofrecer perdón
a los indígenas alzados en contra suya dos semanas atrás. Recuérdese, habíamos
decidido ser por fin modernos, contemporáneos de la civilización trendy. No lo veíamos como una broma cuando nos decían que estábamos entrando al Primer Mundo por la puerta principal del fin de la Historia que predicaba Francis Fukuyama y administraba Wall Street. La clase política, nuestras burguesías y las élites culturales y mediáticas habían rejuvenecido. El recambio generacional iba viento en popa.
La generación del 68, ya con cinco años en el poder, insertó de bulto nuestra economía en el boyante flujo global de capitales. Socios privilegiados
de los gringos, miramos a los ojos a la arrogante Unión Europea, le abrimos los brazos al papa de Roma (¡y qué papa!) por primera vez en más de un siglo, ganamos el Nobel de Literatura y Miss Universo, nos desembarazamos de los bancos y las paraestatales que administraban energía, comunicaciones y recursos naturales para júbilo de los ricos y deleite del verdadero patrón que vive en Washington.
Una de las coartadas favoritas de aquel régimen y aquel estado de cosas se llamaba bien bonito: Solidaridad
. Migajas de las privatizaciones y aperturas financiaban programas, proyectos, negocios
para las clases subalternas, destacadamente los indígenas. Tanto así, que el Instituto Nacional Indigenista se convirtió en gestor clave del programa. ¿Qué podía salir mal?
Entonces ocurrió lo de Chiapas, justo la noche en que todos esos sueños cultivados con esmero y solicitud en el lustro anterior se materializaban en un acuerdo pactado y firmado a los ojos del Mundo Que Importaba. El desaguisado no pudo ser peor. Imaginen que tienes acá tu superfiesta, manteles largos, champaña y vino tinto del bueno; que perteneces a un gobierno autosatisfecho y aplaudido, al timón de una Nación donde, como dijera Jean-Luc Godard, Tout va bien. Quiero decir, imaginen que de pronto irrumpe una bola de campesinos con la cara tapada y te manchan de lodo y sangre los manteles, las sillas y hasta el traje que estás estrenando.
Debió arder gacho que en unas horas el Estado quedara al nivel del cuento de Hans Christian Andersen en el que el emperador va desnudo. Y aquí, también la comitiva. En la sorpresa mundial hubo mucho de carcajada, aunque también de alarma y gravedad. El boato salinista no había logrado ocultar bajo el tapete la existencia de millones de mexicanos, no sólo indígenas, víctimas de la desigualdad y el despojo, por debajo de la línea de flotación de una vida digna. Las promesas se hicieron humo.
Ante el drástico cambio de escenario, el gobierno de Salinas emprende un rápido control de daños. Suspende los combates de una guerra para la cual no está preparado ni la desea. Lo obligan una multitud de ciudadanos urbanos, la opinión pública internacional y la contundencia del mensaje explícito del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
¿Entonces qué hace el emperador racional que leyó El príncipe de Maquiavelo y no El principito? Decide perdonarlos de inmediato. A ver caite con tus rifles, sana, sana, colita de rana, estate pendiente de los nuevos progamas que acabas de ganar con tu participación. Total, tranquiliza el presidente a sus gobernados, se trata de tres o cuatro municipios en casa de la chingada a los cuales no ha llegado la miel todavía, o no la suficiente. Nada que no se pueda reparar. (Resultaría que parte de esa miel, esa limosna con el dinero de todos los mexicanos, los mayas de las cañadas y las montañas de Chiapas había hecho un guardadito para la resistencia y quizás habían adquirido algunas de sus armas para la guerra contra el olvido.)
Aquel gobierno que se jactaba de moderno, ilustrado y posdoctoral había perdido el piso y la noción de realidad. Esa gente levantisca, a la que pronto el mundo aprendió a escuchar y respetar, no pedía que la perdonaran. Ya parece. Sin decirlo, dejaban claro que era a ellos a quienes debía pedirse perdón. La enumeración de las preguntas formuladas por el subcomandante Marcos en su comunicado del 18 de enero de 1994 se convirtió en modelo de las listas de agravios que los condenados de la Tierra reclamaban al poder, a sabiendas de que se jugaban la vida.
Han pasado 30 años y la pregunta no deja de crecer. Abonó el despertar generalizado en México de las mentes indígenas y los humillados y ofendidos por el sistema. Con un repertorio de voces admirables y entrañables, el libro ¿De qué nos van a perdonar?, coordinado por Gloria Muñoz Ramírez (desInformémonos y Fundación Rosa Luxemburgo, México, 2024), reúne la obra gráfica de 30 artistas independientes y otros tantos testimonios de personas, colectivos y organizaciones que reformulan la pregunta y la multiplican. Podemos celebrar que la pregunta no ha perdido su vigencia y la respuesta sigue dónde y quienes siempre ha estado de por sí.